miércoles, 28 de diciembre de 2011

Un simple resfriado

Ahora mismo no puedo pensar con claridad. La luz se ha escondido muy dentro del silencio y en el silencio hay un ruido transparente que se posa en las cosas que tengo alrededor con una delicadeza prodigiosa. Es como si en mi mente, en mi nariz, y en mis oídos ahora taponados, alguien proyectase una película de indios perseguidos en la llanura por el General Custer. Dentro de mí percibo en este instante un polvoriento paisaje del Far west. Un crótalo vive alojado en mi garganta. Bajo mi pecho galopan cien bisontes. Un par de coristas bailan dentro de mis ojos y bajo mis párpados llueve sin cesar mientras que un pianista borracho toca un blues. No sé qué me ocurre, pero estoy desorientado. Si me quedo en silencio, observando la candela que arde a sólo unos pasos de donde estoy, las pocas ideas que tengo se me escapan y se elevan buscando el frágil tiro de la chimenea. El universo, al instante, las engullirá.

Estoy resfriado. Eso es todo. Nada grave y, sin embargo, ahora mismo no soy yo. Cuando duelen los huesos y la voz se deshilvana como un ovillo de sombras pegajosas sin lugar donde cobijarse, tienes frío, aunque dentro de casa haga muchísima calor. Intento expulsar las flemas como puedo; pero es imposible: ellas se resisten, siguen dentro de mí, como ese crótalo cansino que en mi garganta no cesa de vibrar. Es tarde. Son casi las dos de la madrugada. Vuelvo a ensimismarme y en la cavidad de mis pulmones observo el rodaje de una película del Far west. Ahora empieza también a dolerme la cabeza. Me voy desganado, sin prisas, hacia la cama. Es sencillamente un simple resfriado. No dudo de que mañana estaré bien, pero en este momento mi cuerpo es un desierto, un escenario de líricos bisontes que cruzan corriendo de un lado para otro haciendo papilla mis musculos, mis huesos. Fuera de casa, la escarcha cubre el campo como una mano infinita de cristal. Me meto en la cama esperando que el calor, el leve calor de mi cuerpo, me conduzca, en unos minutos, al territorio de los sueños y el crótalo, y los bisontes, y las coristas se duerman conmigo y dejen ya de molestarme, aunque no sé si, al final, lo conseguiré.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Bernardino

Un breve y sencillo puñado de palabras para expresarte mi agradecimiento por haber estado, entonces, junto a mí. Eras la luz de aquellas navidades, la carraca y la música de aquellas nochebuenas donde el dolor y el odio no existían. Representabas el viento y la ternura, el tiritar feliz de una calleja que tu infancia llenaba de una armónica alegría. Sé que es imposible echar atrás el corazón, detener los relojes y hacerlos girar hacia la izquierda para alcanzar los momentos que vivimos tan cerca el uno del otro. ¿Los recuerdas? La poesía estaba encerrada en aquel aire y en las esquinas dulces de aquel frío que nunca hacía daño y tenía un color de mandolinas y cerezas flotando en un tarro transparente. La escarcha de aquellos días no era escarcha, era el azúcar de un blando polvorón y guardaba el temblor con que miraba la pobreza. El frío, entre tanto, tenía una textura de jazmín, un olor de anís dulce y luminosos corralones. Te recuerdo embutido en un abrigo de gamuza, con el cielo subido en tus hombros silenciosos. Tú eras mi amigo y mi primo, mi guardián. Vigilabas mi alma y decorabas mi silencio cuando yo estaba triste. Querido Bernardino, no sabes cuánto me acuerdo en estas fechas de tu voz rebanando el sigilo de la aurora en la Peñalá, cuando el amanecer era un paisaje de líricas matanzas, una luz glaseada por el cansancio de las nubes que se apelmazaban sobre las chimeneas. Me dabas la mano y mi niñez se convertía en un cine ampuloso con películas de hadas. Yo veía en tus ojos el rastro pequeño de una estrella que guiaba en la noche a los magos y a los duendes. Si volviera aquel tiempo ataría tus pisadas y no dejaría que huyeses de este pueblo del que nunca te has ido. Monaguillo prodigioso, amigo del alma, compañero de colegio con el alma rodeada de collalbas y abubillas. Sólo quiero decirte que en esta Navidad, como en otras pasadas, tu niñez sigue ayudándome a comprender que la vida es sólo eso: un paisaje trenzado por ausencias vespertinas, por huellas que, sin estar, nos acompañan y crecen en nuestro interior como colmenas. Villancicos, el pozo, el candelorio de los quintos, el portal de Belén, los románticos panetes... Toda la navidad tiene razón cuando te recuerdo y el tiempo vuelve atrás, devoviéndome el frío que en tus ojos era calor, transparente dibujo de una edad que se perdió entre las paredes de musgo y los caminos que aún recorro buscándote al llegar la Navidad, una fecha feliz a la que tu ausencia y tu distancia, paradójicamente, sin saberlo, dan calor y revisten de magia, de pureza original, de un verdadero sentido transcendente.

viernes, 23 de diciembre de 2011

Lotería

Ha pasado el día y seguimos siendo pobres. Ni siquiera nos ha tocado la pedrea. Eso diría mi padre si viviese; y añadiría también, por otro lado, con idea de justificarse, que estamos bien, tenemos salud y el trabajo no nos falta. Era esa su cantinela monocorde, cuando la lotería le fallaba y ni siquiera lograba un reintegro mísero con el que poder enjugar su desconsuelo. Lo recuerdo soñando siempre con ser rico o esperando, al menos, un beso leve del azar para alcanzar una vida algo más cómoda, más desahogada, obviamente, y más espléndida que la que llevaba, o llevábamos, entonces. Aunque ésta, en verdad, tampoco era negativa. De todas maneras, él a veces se quejaba. Mi padre aspiraba a ser un pequeño millonario, pero al final sus sueños de arenisca eran desintegrados por el aire y esparcidos sobre una oscuridad sin mácula, cuando se imponía la cruda realidad envuelta en su chal de olvidos y decepciones.

Aunque no lo asumía, era un jugador sin éxito. No obstante, él nunca, jamás, se amilanaba. Yo admiraba a mi padre por su feliz perseverancia y su inquebrantable fe en la lotería; pero aún más lo admiraba por su manera de elevarse, como un alcotán cegado por la luz, cuando no tenía en su poder ni un sólo número en el que recayese siquiera una pedrea y, aun así, sonreía y se mofaba de su suerte. Ahí sacaba él a flote su resignación fatídica vestida de un optimismo cachazudo. Le fallaba la lotería año tras año, pero siempre decía que aún le quedaba la salud y que tenía trabajo: eso era todo. Ese es el consuelo de los olvidados por la suerte, que son todos aquellos que aspiran a ser ricos y, un año tras otro, acaban fracasando, despeñando su breve alegría en el intento.

A mí jamás me agradó la lotería, ni me interesó nunca ningún juego de azar. Quizá alguna vez, de puro compromiso, adquirí un cupón de la ONCE y, con el tiempo, después de unos meses, lo encontré hecho una piltrafa, arrugado en algún bolsillo de una chaqueta, absolutamente inútil, desvalido como un gorrioncillo caído de un alero. Reconozco que soy un desastre y que, en el fondo, me importa un carajo que me toque o no la suerte con su varita de oro y esmeraldas. La felicidad, para mí, no es la riqueza que arrastra el dinero. La felicidad es otra cosa, y, a mi modo de ver, no se cimenta en la materia, sino en lo inmaterial, y en lo inasible, en lo que es emoción, alegría, fe, inocencia. Por eso, igual que otros días, esta tarde he ido a buscar la felicidad donde otra gente no la suele buscar, detrás del horizonte, donde no llega nadie andando, pero, en cambio, puede llegar, en silencio, el corazón y alcanzar esos gramos de luz, de claridad, que, en el zumo del cielo, son líneas anaranjadas, nubes de salmón, la lotería del sol dejando, a lo lejos, un reintegro de oro y fresas. Ahí, en esa hora, hallo mi premio inmaterial, la felicidad impagable de sentirme más feliz que nunca, alegre, puro y vivo, como un niño pequeño perdido entre los hombres.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Duendes

Nunca dudé en los días de mi infancia que, al pie de mi pueblo, en el bosque del Lanchar, al amparo de los álamos y las adelfas, entre los rosales y los escaramujos, habitaban los duendes. Y es verdad que, por entonces, más de una vez me acerqué con mis amigos al citado lugar para ver si tenía suerte y los sorprendía alguna tarde entre las sombras correteando y jugando distraídos como hombrecillos minúsculos de pan rodeados por el silencio vespertino que el último sol tendía en la hojarasca.
De mi casa hasta allí había casi tres kilómetros. Puedo verme avanzar deprisa, ilusionado por un caminillo azucarado y ocre, escoltado por huertos con árboles frutales y paredes adornadas por collalbas y alirrojos. La visión de los pájaros me cambiaba el pensamiento y mis ideas empezaban a fragmentarse. Por eso, cuando llegaba al viejo bosque, en vez de buscar el rastro de los duendes me dedicaba a buscar nidos de mirlo y a perseguir las ranas melancólicas que croaban con sueño a la orilla de un arroyo que, en su cauce, arrastraba un olor de manzanilla. En aquella arboleda el viento era de plata. Cuando estaba allí, me olvidaba de mí mismo y la realidad empezaba a transformarse. De tal manera que un día me perdí (recuerdo que aún no había cumplido nueve años) y, cuando quise salir del laberinto, la noche se había derrumbado entre mis ojos. Empecé a gritar en mitad de aquel silencio asistido de adelfas y álamos ciclópeos, pero nadie acudía a socorrerme. Estaba solo, sumergido en la lentitud de la penumbra que giraba a mi alrededor como un fantasma con la capucha y la túnica de amianto. Hasta que, cansado, me puse a sollozar. Luego, cerré los ojos, y, al abrirlos, a un paso de mí, junto a un tronco, estaba él. Quizá fue mi imaginación, o el miedo errático que, en su ida y venida, entraba en mí sin decir nada. Pero aquel duendecillo celeste estaba allí, reverberando en mitad de la penumbra, haciéndome una señal para que me acercase. Lo que sucedió después prefiero obviarlo. Algunas anécdotas es mejor dejarlas quietas, congeladas en algún rincón de la memoria hasta que el viento algún día las rescate y las esparza de un lado a otro en un segundo.

Hacía mucho tiempo que no recordaba aquel suceso, pero ayer por la tarde volví de nuevo a revivirlo y, durante unas horas, me transformé en aquel muchacho que buscaba los duendes y tropezó una vez con ellos, cuando ya había perdido la esperanza de lograrlo. Todo ha sucedido al hablar con tres chavales: Manolo Camacho (el protagonista de "Entre lobos") y sus hermanos Juan -el mayor- y Tomás, el pequeño. Empecé a contarles la historia casualmente, mientras pasaba un buen día de convivencia con ellos y sus padres, Manolo y Caty, en "La Colina del Verdinal", mi lugar de retiro los fines de Semana. De entrada, yo no esperaba que ocurriese. Los pequeños milagros suceden muy de tarde en tarde. Pero el candor de los niños me ganó, me arrastró la inocencia feliz de sus miradas, y me atreví a relatarles la experiencia que yo había vivido en un bosque hacía unas décadas. Hoy que ningún chiquillo cree en las brujas, ni en los sapitos hechizados, ni en los gnomos, conocer a unos críos que alimentan fantasía y tienen los ojos sembrados de oro y viento, es, sin lugar a dudas, un lujo insólito. Tomás, Juan y Manolo son muy sensibles y están conectados al mundo de lo mágico . Por eso, tal vez, les hablé de la poesía que encierran los cuentos y las hojas de los árboles que, en la noche, susurran como diminutas hadas. La hermosa inocencia destilada por los niños me animó a que fuera con ellos y con su padre a visitar la arboleda del Lanchar: los dedos del anochecer ya la rozaban e iban envolviéndola en un rumor violáceo. El padre y yo los dejamos unos instantes al pie de un gran chopo, oyendo la respiración de los duendes del bosque en el silencio de madera. Tomás, el hermano pequeño, de siete años, sintió al final miedo y se vino con nosotros andando hasta el coche, aparcado a escasos metros de la carretera que va a Fuente la Lancha. Al rato, volvieron los otros, Juan y Manuel, trayendo en su ojos un fantástico fulgor, la inocencia brutal que hace décadas perdí, y a su padre y a mí nos hablaron, convencidos, de que habían sentido el murmullo de los duendes, sus pisadas pequeñas, bajo el corazón de un chopo. Al oírlos, sentí que la infancia volvía a mí suspensa en la luz que cosía sus palabras, en sus voces pequeñas que la brisa iba arrastrando y dejaba caer en la soledad de un bosque que, ahogado en la paz de la noche, nos miraba.

viernes, 16 de diciembre de 2011

Un trozo de pared

Sólo queda ahora un pedazo de pared situada frente a un edificio de cemento donde apenas cabe mi melancolía. Ya nada existe ahí que me recuerde, o me pertenezca, pero, en cambio, permanece un resplandor secreto de palabras dormidas en la soledad de los ladrillos. Al pasar en silencio junto al trozo de pared, siento un vacío enorme, circular, derramándose en mí como una blanca enredadera que no tiene raíz porque pertenece al viento. ¿Cuánto tiempo de vida puede quedarle a esa pared, a ese trozo de mi recuerdo pétreo, mudo? Hace cuatro décadas mi alma estuvo ahí, cargada de luz, de nubes, de inocencia, diluida en los pasos y en las risas de las chicas que, a diario, pasaban con los apuntes bajo el brazo a unos pasos de mí altivas, indiferentes: sus siluetas grabadas bajo el resplandor del frío. El invierno temblaba en sus pasos de cristal, saltaba en sus senos como una temblorosa ardilla. Pero ellas tampoco están, también se fueron. Se perdieron en la arquitectura de las sombras, caminando entre olmos y acacias que hoy no existen. Entonces había un rincón para los sueños abierto en el aire, frente a la robusta verja que rodeaba la paz del Instituto. Unos años más tarde, ocupando el viejo ángulo donde transcurrieron mis días de estudiante, inauguraron el espacio de un colegio modificando, en parte, su estructura. Aun así, siguió manteniéndose el lugar: el mismo edificio, la cancha de baloncesto, la explanada de tierra en la que hacíamos gimnasia... Hasta que hace muy poco edificaron torpemente un gélido mascarón con ventanales que vino a tapiar la alegría diminuta que daba sentido al lugar desangelado donde estudié cuando mi adolescencia. Frente a él, mientras tanto, hacia donde muere el sol, aún se alza en la tarde un trozo de pared -el mismo de entonces- hecho con bloques de cemento, ahogado entre casas y edificios taciturnos. Y en ese espacio de apenas un par de metros, como puede resiste un trozo de mi yo. Cada vez que lo miro, veo un lejano sol de invierno resbalando sobre el rumor de las carteras, la escarcha en los dedos, las risas, los murmullos de mis compañeros antiguos caminando con cierta desgana, muchas veces adormilados, para ubicarse al pie de la pared y esperar desde allí a que abran la verja del recinto y, segundos más tarde (bajo una inmensa algarabía de chicos que corren de un lado para otro en la luz matutina), la puerta del instituto.

martes, 13 de diciembre de 2011

Cartuchos y altramuces

Soy un espeleólogo de la melancolía: en ella penetro por pasillos subtérraneos, a través de agridulces y oscuras galerías que, más de una vez, me agrietan la conciencia y me hacen sentir lo inútil de un viaje que casi siempre conduce al desconsuelo. Siempre intento cazar el tiempo y disecarlo, aun sabiendo de entrada que mi empeño es infructuoso. Hoy mismo, después de salir de trabajar, al llegar con el coche a la puerta de mi casa sentí en mi interior un trallazo melancólico. Había cerca de mí, a ocho o diez metros de mi hogar, cartuchos vacíos y cáscaras de altramuces tapizando la calle desordenadamente. Altramuces y cartuchos simbolizando el frío que se iba espesando en los estertores de la fiesta: humildes señales del convite fraternal que habían celebrado los hermanos de Santa Lucía unos minutos antes de mi llegada. Me dolió en lo más hondo haber llegado tarde y no haber podido estar con mis amigos celebrando el día como otros años lo había hecho, mojando la luz con vino de pitarra.
Mi primera reacción fue de desaliento y pasé a mi casa algo apesadumbrado. A lo lejos aún vibraba el rumor de los tambores y el olor de la pólvora umbría restallaba bajo el latigazo insomne de los tiros y el aliento azufrado de los cohetes deshaciéndose en un cielo anillado por tirabuzones blancos. La fiesta de Santa Lucía seguía adelante. Por un momento, pensé salir de casa y buscar el rastro de la comitiva que estaría celebrando, a esa hora, otro convite en cualquier otro punto de la localidad honrando la imagen sagrada de la Santa. Sin embargo, al final decidí quedarme aquí, reconstruyendo en silencio los instantes que la noche de antes había vivido en hermandad y feliz camaradería con los vecinos. Fue una velada nocturna muy atractiva, en la que se fundieron sabores y sentimientos. Así pude sentir la romántica textura de las aulagas crujiendo bajo el fuego y el olor sin igual del candelorio crepitando, lanzando pavesas de luz hacia las estrellas adormecidas sobre los tejados. Y bebí con Daniel, con Lolo, con Pedro, con Cándido, con Luis, y con otros más en honor a Jacinto (hermano mayor de Santa Lucía) brindando por una fiesta fraternal que a todos nos une y nos hace más cercanos, olvidando distancias geográficas e ideológicas. Sentí la hospitalidad de la alcaldesa, Marisa Medina, junto al afecto tierno de su madre, Carmela, una mujer extraordinaria de una sencillez cálida, exquisita. Recordé a Jacinto Medina, un buen vecino (padre de Marisa y marido de Carmela) y, en silencio, brindé y recé por su memoria, notando el silbido del tiempo en mi interior, trasladándome con el pensamiento años atrás, al día en que yo convidé y él me ayudó, junto a otros vecinos, a vivir fraternalmente, en alegre hermandad, otro 13 de diciembre del año 1993. La gratitud hacia aquellos que no están pero dejaron su hueco en nuestras almas es también otro cauce de la melancolía que arrastra consigo una alegría inocente. Por eso ayer, sin remedio, fui feliz, y por eso quizá también no he salido hoy a buscar los restos de una celebración que anoche, en los prolegómenos de la fiesta, viví con una lumínica intensidad en la casa de unos vecinos afectuosos que hicieron que me sintiera como antes, cuando, al celebrarse la fiesta de Santa Lucía, no existían fronteras, ni lindes, ni paredes entre los corazones y las miradas, amables y sencillas, de los villaduqueños; feliz como entonces, cuando el respeto y el amor, con la cordialidad, aún no habían envejecido y en la vecindad reinaba un buen ambiente.

domingo, 11 de diciembre de 2011

La heladería de Pozo

Susi Pozo hoy me ha entregado un par de fotos que estaba esperando desde hace mucho tiempo. En ellas aparece la imagen de su padre, al que yo tanto quise y aprecié cuando era niño. Él tenía, por entonces, la heladería en la carretera, a sólo unos pasos de donde vivían mis abuelos Alejandro y Matilde. !Hace tantos días...! Pero ellos aún no se han ido, ni están muertos. Cuando cierro los ojos los siento respirar muy dentro de mí, sentados en mi nostalgia bajo un emparrado de uvas vespertinas que dora el temblor cobrizo de una feria en la que aún sigo escondido, degustando un helado muy dulce que Pozo me ha entregado. Más de una vez, en las tardes de domingo, cuando el verano tendía su corazón sobre el silencio amarillo de las eras, yo le pedía a mi abuela seis reales y me acercaba a la heladería de Pozo a comprar algún polo o una de aquellas granizadas que sabían a gloria e impregnaban todo el aire de un olor a limón mezclado con vainilla, un aroma que aún flota en las calles de mi sangre sustentando la luz de un cielo esbelto y limpio.

De Manolo Pozo recuerdo muchas cosas: su amable sonrisa abierta entre las sombras, acoplada a la brisa que dormía en los eucaliptos a sólo unos pasos de su heladería, su voz de un tono muy suave, mentolado, y el don que tenía de hacer felices a los chiquillos que, por cualquier motivo, a él se acercaban. Precisamente en una de las fotos que su hija Susi acaba de entregarme, aparece Manolo ofreciendo su sonrisa envuelta en un polo a un chaval de ocho o diez años, mientras otros niños esperan expectantes, todos puestos en fila, a que el heladero los atienda y les venda un polo o una granizada. A uno de esos muchachos lo he reconocido: es Manolo Guerrero Viñas, un amigo mío que vive, desde hace tiempo, en Barcelona. Seguramente él no tendrá esta foto -ni siquiera recordará que se la hicieron-, pero yo he encontrado en la imagen la razón que hace más de tres años me movió a escribir la historia que verá, al fin, la luz dentro de unos meses. Ahí, en el espacio donde se fraguó esa imagen, que volando en el tiempo ha llegado intacta a mí, observé en el verano de 1965 el rostro de Natalie Wood en un banderín que había colgado en un rincón de la pared inundando la estancia de un lirismo fascinante. La actriz, de inmediato, me pareció bellísima y me enamoré perdidamente de sus ojos. Aquel verano yo tenía ocho años y mi abuelo Alejandro aún no estaba muerto. Al fin y al cabo, el tiempo es una anguila que, a su modo, se escurre entre los flecos del espíritu con una velocidad aterciopelada. Sin embargo, escondido en sus aristas y recovecos, el azar ha querido hoy darme una sorpresa ofreciéndome en esa instantánea intemporal que esta mañana Susi me ha dejado la razón o el motivo esencial de mi novela "Los ojos de Natalie Wood": al escribirla logré rescatar la felicidad perdida que se hallaba en el vientre de los días que se fueron e inmovilizar, con la heladería de Pozo, la emoción de aquel banderín que representa la identidad de un sueño cristalino, la ilusión de un niño que empezó a sentirse hombre cuando se enamoró de unos ojos inalcanzables.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Unas migas serranas

La altitud del silencio y el sigilo del azul, bostezando entre flecos de nubes, sostenían la pudorosa sorpresa de mis ojos. La línea gris del asfalto era una sierpe retorciéndose entre pinos y olivares. Paco Serrano hablaba de leyendas que abrigaba la sierra y conducía el automóvil con una reconfortante suavidad. Entre tanto, María del Valle, su mujer, iba musitando anécdotas felices, nostalgias enraizadas en aquel trozo de paisaje que engullía, sin prisa, el dolor de los barrancos y el anaranjado temblor de los quejigos. La mañana se alzaba y, al instante, se inclinaba reptando entre chopos y arroyos de cuarcita. Íbamos entre curvas, masticando el sustancioso nervio de la luz, la claridad que se iba aposentando sobre arbustos y árboles como una flor famélica.

Llegamos, al fin, a la venta de la Maña y allí tomamos un camino, algo escarpado, que nos adentra en la carne de la sierra, en la neblina azul de la montaña. Vamos hacia el corazón de la espesura, hipnotizados por la Naturaleza que nos escolta a ambos lados del sendero. Luego, una casa amable nos recibe, cogemos leña y hacemos la candela. Radiografiamos la alta claridad que nos ofrece el cielo en ese instante. Fuera hace mucho frío y, sin embargo, reconforta el sol harapiento, desvaído, que rueda y vagabundea por los montes. Paco Serrano, ya dentro de la casa, mueve un sartenón de migas con ternura, con una lenta y azul morosidad que es casi amor. Entre tanto, los demás hablamos, bebemos, avivamos con nostalgia la frágil fogata del tiempo ya perdido. Nos aferramos, un instante, a los aromas que la destreza de Paco ha derramado: un olor sustancioso de pimientos, de sardinas, de bacalao y chorizo. Es un milagro poder compartir tanta felicidad entre los amigos de un modo tan anárquico y, al mismo tiempo, tan limpio y placentero. Las migas ya se han dorado y, al instante, nos vemos sentados alrededor de una gran mesa. La enjundiosa comida anuda la amistad, nos devuelve la magia incólume de la infancia, la luz familiar de las matanzas que se fueron. Ángela y Serafín, Antonio y Laura, María del Valle, mi mujer y yo elogiamos, con mucho entusiasmo, al cocinero. Paco Serrano, tan diestro en el manejo y en el análisis de las Lenguas Clásicas, domina con un pulso sublime, extraordinario, los secretos y misterios del arte culinario. Un hombre culto y sensible, gran cinéfilo, experto en mezclar los sabores y las texturas que ofrece la rica cocina de la tierra.
Después de la rica pitanza, paseamos por un paisaje hechizado, misterioso, lleno de lindas vaguadas y altos cerros. Sentimos en la sangre la inocencia milenaria de una sierra virgen hasta hace pocos años. Y en el silencio arden nuestras voces, crujen con una especial melancolía. Se oye un vareo de olivos y, en la brisa, se mece el murmullo de los aceituneros. Nosotros subimos y bajamos, mientras tanto, el carrusel feliz de una montaña desde la que se divisa un horizonte ahogado entre cerros y nieblas vespertinas. Miro el reloj: las seis y cuarto de la tarde y observo, asombrado, que no existe aquí el crepúsculo y que las nubes altas, desflecadas, no se vuelven rojas, ni siquiera un breve instante, ni adquieren un leve matiz anaranjado antes de pasar al gris plomo de la noche. ¿Dónde se ha escondido el granate del ocaso? Subimos al coche y volvemos a deambular, ya en la oscuridad, entre cerros que se ondulan. Media hora después, llegamos a Pozoblanco con la sensación de haber vivido varias horas sumergidos en el aura de una extraña dimensión, en el ángulo de un paisaje excepcional donde no existe la geometría del tiempo y no tiene razón de ser ni cabe el olvido.

jueves, 8 de diciembre de 2011

La bondad de Pepe Moreno

Compartimos un espacio común hace unas décadas. Se sentaba muy cerca, a sólo dos bancas de la mía. Teñía la clase de un angelical pudor. Lo recuerdo atado al sonido de un sol lánguido brujuleando en el puente de sus gafas. Eran días de invierno y en la carne de los libros siempre cabía el olor de una canción, la revelación festiva de una música adherida al baile fugaz de algún domingo en el que una chica de clase te hacía caso y, por unos segundos, rozabas las estrellas. Un detalle tan nimio y pequeño como ese, el de abrazar la cintura de una chica, hacía que tu corazón burbujease y un manojo de lirios perfumase tu cerebro. Pero, al final, todo era un espejismo y, al siguiente domingo, te volvía a abrazar de nuevo una atractiva e inquietante soledad, esa inquebrantable amiga que no falla y, a veces, se oculta en el humo de los bares o en el vidrio astillado de alguna discoteca. Por eso no nos gustaban los domingos. Solíamos estar instalados, casi siempre, en el paisaje monótono de los lunes. A veces, también vivíamos en los jueves; en cambio, el rumor de los viernes preludiaba el desencanto ruin de los domingos. Él era tan tímido, en el fondo, como yo cuando se relacionaba con las chicas. Pero, en cambio, nunca vi en nadie la pureza que latía en sus actos y en la piel de sus palabras, tan verdaderas siempre, tan sencillas. A nadie, a ningún amigo, falló nunca. Las clases en el Instituto en su presencia se hacían más amenas, más tiernas y habitables. Su corazón de luz no ha envejido. Aún sigue siendo, después de tantos años, el ser más puro e inocente de la Tierra, la persona más limpia y cabal que yo conozco. Si Pepe Moreno no fuese como es, un hombre habitado por la ternura y la poesía, yo no le tendría el afecto que le tengo, ni jamás sentiría al verlo esa emoción vestida de oro y espigas que me invade, pues guarda la generosidad ampia y profunda de un horizonte sin límite. Es el agua que humedece el recuerdo, los días del Instituto, aquella monotonía de los lunes en que alimentábamos nuestra timidez, la hermosa resignación de estar sentados sobre el angélico hule de una edad en la que las chicas solían rechazarnos, y, sin embargo, sabíamos resistir danzando, al anochecer, dentro del aire, con la soledad feliz de una canción que olía a silencio, a nostalgia y manzanilla.

domingo, 4 de diciembre de 2011

Pedroche

Ordenar la memoria y despojarla de dolor, de tanto silencio, de tanta lejanía es lo que se ha querido hacer en Pedroche este fin de semana tan luminoso y frío. La historia es de todos y a todos nos pertenece, pero en ella hay huecos de sombra y una ausencia de datos y fechas que aún yacen sumergidos bajo las garras gélidas de la bruma. Las voces de Ángel, de Emilio y de Manolo, la luz compasiva que arde en el cine de Gerardo, junto al testimonio de Ernesto Caballero son lazos que unen el pasado y el presente, la poderosa penumbra del ayer con la felicidad frágil del hoy. Pues nunca arderá la alegría en nuestro pecho mientras no haya justicia y perdón para los débiles, mientras siga la ortiga creciendo en los recuerdos y el silencio hiele el ayer de los pastores que tendieron su honor, su clara dignidad, ante la soberbia sin límite del amo. Uno nació sin pedirlo, circunstancialmente, en el lado de los vencedores y su niñez se llenó de juguetes, de azules cumpleaños, de zapatos Gorila y cielos dulces con gaseosa, pero, en cambio, otros nacieron, sin pedirlo, en la pobreza enlutada de algún chozo y en sus cumpleaños hubo hojas con escarcha y bellotas mordidas por los dientes del invierno. La vida es injusta desde el día que nacemos. Y uno pide perdón, aunque ya de nada sirve, por haber sido feliz sin darse cuenta durante los años crujientes de su infancia y llora en silencio por las grietas de la historia, por los huecos de la memoria donde yace la niñez de los huérfanos, de los que pasaron hambre, la de aquellos que vieron la huella del dolor en los ojos desconsolados de sus padres que escondían las ideas en la habitación del miedo. Sólo el amor, y el perdón, nos reconcilia con aquellos que tanto sufrieron cuando niños por haber nacido en el lado de los parias, y aún es posible inyectar palabras suaves y fragmentos de amor en la voz de su memoria, tender nuestros brazos para unir, si aún puede ser, a esas dos Españas que siguen recelosas, alejándose aún más la una de la otra, como dos ciervas tristes que, al atardecer, se esquivan. La historia es de todos y todos cabemos dentro de ella; en Pedroche se ha visto la otra cara de la luna, aquella que tantos años se ocultó y hoy, cuando sale a la luz, según parece, sigue sin ser aceptada por los otros, por los que ayer la escribieron a su manera, poniendo hiel en la llaga del vencido. En Pedroche, este fin de semana, por sexta vez, se ha vuelto a encender la luz de esa memoria que está libre de odio, de inquina y de rencor, y rebosa esa paz que crepita en los humildes, en la clara voz de una España que aún espera el esbelto milagro de la reconciliación y el amor que ha de abrirnos hacia un único destino, un espacio común, una geografía sin límite, donde todos, al fin, respiremos como hermanos.