miércoles, 27 de junio de 2012

Los porqueros


Vareaban la noche, la luz de las estrellas, para soportar la inmensa soledad del campo.  No obstante, eran felices a su manera: tenían libertad, aunque eran pobres y soportaban los consejos del amo que, más de una vez, les hacía ver que eran esclavos de unas circunstancias demasiado difíciles y duras para ellos.

No sabían leer, aunque descifraban la poesía y el dolor que encerraba la mano del viento al traspasar la bóveda desvaída de su choza. El frío era un luto blanco en sus pestañas, la pura reverberación de una pobreza que se alimentaba de nidos y de espárragos. Y aún así, según sus amos, eran felices porque no les faltaba un puñado de garbanzos para apaciguar su existencia desvalida. Su fragilidad cabía en una lágrima.

Hoy, cuando cruzo al pie de las zahúrdas derruidas y hermosas que el musgo cubre en la dehesa, pienso en la libertad que no tuvieron, en su pobreza herida, en su incultura, una incultura encendida por aquellos que gobernaron sus vidas. Su existencia era un grumo de penas cosidas por el aire. Hoy, que peligran tantas libertades, cuando la cultura, la educación, la sanidad, son golpeadas, pisadas, diariamente, siento la extraña pobreza, la orfandad que debieron sentir aquellos hombres sin futuro, apegados a los ciclos que marcaba la dehesa. Hoy respiro, cierro los ojos, oigo el aire penetrando y saliendo a empellones de mi espíritu, y siento dentro de mí  la rebeldía, y a la vez, la extraña y violenta mansedumbre, que yo vi de niño flotar como una lágrima en la mirada gris de los porqueros. Se me agrieta el futuro y el pasado pesa en mí como un cielo de plomo cuando pienso en esa imagen.  

martes, 26 de junio de 2012

Días de fútbol


Mientras muchos viven atados al televisor siguiendo la evolución de la Eurocopa, yo dedico mi tiempo libre a pasear y a reflexionar sobre el dolor que viene. Estas tardes tan lentas y azules de mirar se instalan dentro de mí como glicinias que escalan por mi corazón deshabitado. El estúpido fútbol de estos días me da náuseas, es como un ciempiés que recorre mi conciencia sellando la claridad de mi silencio. Ni siquiera he mirado los partidos de la roja: para mí este color tiene un tono bien distinto del que visten señores con cuentas millonarias que están por encima de todos los mortales. El deporte del balompié ha cambiado mucho y hoy, en ciertos ambientes profesionales, no es deporte, sino sólo un burdo negocio vergonzante en torno al cual gravitan, mansamente, hileras de tragasables y bufones.

Puede que el fútbol pasivo, contemplado (no aquel otro que practiqué en mi juventud en campos terrosos, abruptos e imposibles), sea el analgésico absurdo y demencial que cubre, en estos momentos, la orfandad de esperanza y felicidad que nos asiste.

Días presentes de fútbol en medio del vacío, de la sinrazón, del miedo y el despropósito. Pan y circo para deglutir la realidad cercada por ratas que muerden nuestras ilusiones. Mientras la nación se resquebraja y hunde y la vida es un mapa con los bordes machacados, un charco de luz donde flota un cielo negro, hay gente que ve en el fútbol un espejismo donde disolver sus fobias y sus miedos. Además, lo peor de todo, lo que duele es que alguien quiera o intente convencernos de que al final si la Roja es campeona este país se salva del abismo, ese acantilado oscuro y sepulcral que nos espera después de la Eurocopa.

Que al final se gane o se pierda da lo mismo, pues los banqueros acechan bien ocultos esperando el banquete final, su orgasmo pútrido, lo que vendrá después de un campeonato donde las luces se mezclan con las sombras. Pan y circo para un país lleno de mugre, y, entre tanto, muchísima gente sigue ciega. Y, entre tanto, muchísima gente sigue ciega.

domingo, 24 de junio de 2012

Saltamontes


Recuerdo que les llamábamos langostos. Aún los veo saltar, a mitad del mediodía, entre el pastizal crujiente y amarillo donde flotaba una inédita ternura. Mi corazón llega, a veces, como ahora, hasta aquel lugar dormido bajo el cielo y puede abrazar los sonidos y los colores en los que la lejanía borbotea.

Es como si todo siguiese en mi interior, a pesar de la edad, tan vivo como entonces. Era en aquellos veranos de la infancia gobernados por la calima y las libélulas (helicópteros flexibles y diminutos) que cruzaban la luz del campo incandescente para aterrizar en los juncos del arroyo y danzar un instante sobre el talle de los mismos como bailarinas exiliadas del invierno.

Todo empezaba al llegar las vacaciones, cuando el verano escondía su letargo en el cansancio feliz de las carteras y en el zumbido gris de las moscardas que dejaban su aliento fúnebre en la casa, perforando la oscuridad de la despensa, ante la  humilde presencia de los cántaros y los coscurros de pan secos, crujientes, amontonados en un cuenco de arcilla.

Era, ya digo, al inicio del verano. Me solía mandar mi padre a buscar langostos para luego prenderlos en el filo del anzuelo de la caña con la que, después,  pescaría barbos en las tranquilas aguas del río Cuzna, al que aún sigue atado un fragmento de mi espíritu, la parte más líquida, azul de mi conciencia.

Todo empezaba  al  llegar las vacaciones: saltamontes crujiendo en el dorado pastizal y niños corriendo en el aire calinoso, desafiando al calor que ardía a esa hora, un calor que encendía el resplandor de las paredes y el dulcísimo zumo que chorreaban los morales. Todo sucedió entonces..., yo era un niño, pero ayer volví a reencontrarme, de repente, con la misma luz, con la misma claridad y los mismos sonidos y olores de aquel tiempo, cuando salí a pasear y hallé de pronto el salto feliz de los saltamontes sosteniendo, junto a mi casa de campo, la memoria fidedigna y exacta de las tardes en que mi padre me enviaba a cazarlos y yo aceptaba agradecido, sin rechistar siquiera, su propuesta.

Quizá no me crean, pero debo confesar que, junto al murmullo que producían los saltamontes, como un blando susurro, la voz de mi padre volvió a mí llenándome el pecho de tanta claridad que mi infancia también saltó, crujió en la luz, como si este verano fuese el mismo de aquel tiempo, cuando junio era un niño muy pobre sin camisa que cruzaba sudando el perfil del horizonte subido en la libertad de los langostos o en el vuelo sutil que trazaban las libélulas al pie de un arroyo feliz que aún no está seco y mantiene el mismo rumor de aquellos días.


sábado, 23 de junio de 2012

Valle de Alcudia


La luz del horizonte es una flor que se abre hacia el amor de las  montañas.
Sombras de plomo luchan contra el sol
en un combate lento, vespertino.
¿Bajo qué árbol crujen las chicharras si el campo está tan solo
y tan desnudo
como el silencio que rodea mis ojos
y enciende la llanura? En lentos círculos
se elevan dos docenas de cigüeñas
y el cielo es una cárcava de lirios dejando sobre el llano un resplandor
que hace más tierno el paso de las vacas
rumiando el peso azul de la pobreza, la legendaria voz de los pastores
que ayer sonaba dentro de esta luz
que entra en mi pecho y sale, y viene y va, llegando y alejándose de mí
como la llaga eterna de un camino
que cruza el campo de la serenidad y se adormece aquí, en mi corazón,
mientras la tarde va subiéndose a mi espalda
dejando atrás el alma de una tierra
segada por las hoces del silencio, cercada por las piedras del olvido.

lunes, 18 de junio de 2012

El nido de alcaudón

Símbolo de la libertad y la elegancia, de la revolución, oculto en la penumbra de su nido pequeño, el alcaudón me observa con un punto de extraña y limpia mansedumbre. Republicano estival, voz libertaria contra la Dictadura que impone la dehesa, vi siempre en su vuelo el trazo de la libertad, el signo veraz de una hermosa rebeldía. Por eso me asombra, en este instante, su quietud, la fragilidad musgosa de su estado en el que se clava el dolor de la canícula.

Él, aguerrido soldado que batalla bajo el sol del verano contra alacranes y ciempiés, parece sumido en una umbría reflexión. Quizá esté temiendo que pueda hacerle daño. Cuando yo era pequeño, solía subirme a las encinas, a mitad del verano, para tocar su nido grácil; disfrutaba observando los huevecillos moteados, como delicadas gemas de berilio destellando en la luz amarilla de la siesta que acuchillaba la paz del encinar. Ahora no tengo ánimo ni fuerzas para repetir aquellas travesuras.

Me hallo a cinco o seis pasos de donde él está. Lo ampara la espesa hojarasca del ramaje que sostiene su breve habitáculo de pasto mezclado con líquenes. Lo observo de soslayo, temiendo que pueda asustarse de repente y eche a volar aborreciendo el nido. Por eso lo miro despacio, lentamente, como si lo acariciase con mis dudas. !Es tan hermoso aferrarse unos segundos a la perplejidad de su inocencia!  Me hundo en sus ojos vivísimos, pequeños, y, en el silencio del atardecer, percibo su voz inaudible que me llega en un susurro de brisa calinosa que se adentra en mi alma y me dice muy despacio: busca dentro de ti la pureza del ayer, sé valiente y alegre, no dejes de ser niño.

Y la frase se alarga y habita mi conciencia, es arrastrada en un eco luminoso que desata los nudos de mi corazón: busca dentro de ti la pureza, sé valiente...no dejes de ser.... de ser niño... de ser niño. Hasta que el alcaudón, al final, sale volando, y mi infancia se queda dormida ahí, en su nido.

miércoles, 13 de junio de 2012

Detrás de los espinos

Es un lugar muy puro donde ya no hay dolor,
el rincón donde vive
la gente que yo amo y el silencio
es la mano
que abre y despliega el mundo. Como el ala de un pájaro
que cubre la alta sombra
de los chopos que amparan la siesta de los niños,
la pureza abismal de las tórtolas dulces que nunca he de olvidar,
mi corazón gravita en esta lejanía.
Donde no tiene entrada la gente que me odia
y el aire es un cuchillo
de luz que mueve el tiempo
y se adentra en el pecho de las casas de amor.
Donde no duermen nunca
los banqueros de estiércol y se asienta el cansancio
como una antigua flor
que exhala soledad y abriga un horizonte lleno de golondrinas.
Es un rincón de paz
erigido en la noche más blanca de la tierra,
abierto a las pupilas de los hombres más puros,
hombres con fe de niño,
esos hombres que saben que Dios sólo es amor
y no oro dormido en hondas catedrales.
Donde no quedan pobres debajo de una cruz,
ni luz secreta y negra,
ni bosques entre los los dedos de un sol capitalista
que rige los abismos de una gris sociedad
regida por soberbios
que sólo dan dolor, un dolor que no acaba
y se nutre de hombres y arrodillados cielos.
Un lugar que me habita
sin saber que lo hace,
sin saber que en mi alma hay ciervos levitando y una paloma de agua
que no puede llorar,  aún no puede llorar,
donde sólo hay amor y una ternura angélica. Detrás de los espinos.

domingo, 10 de junio de 2012

El espacio


Quizá haya algo ahí, detrás de las estrellas, dentro de ese vacío donde mi alma aletea y, al instante, se pierde como un trozo de viento, igual que una luciérnaga en el espacio oscuro de un jardín.

Tal vez tenga algo aquí, dentro del corazón que, antes de yo nacer, era del universo y formaba el tejido del silencio abismal que hace sólo unas horas vi en la luz pura y alta.

Puede ser que mi "yo" sólo sea un pedazo de ese enorme  vacío que en la noche gravita sosteniendo mis ojos, mi soledad más limpia, donde silba impasible la altitud de lo ingrávido.

Tal vez sea mi esperanza un jazmín de ese amor que, a menudo, me habita y florece en mis labios
 y me eleva deprisa hacia el blanco misterio de esos níveos caminos que, arriba, en lo más hondo, trazan la arquitectura de un espacio sin voz, una azul telaraña donde se enreda el tiempo, los días que cercaron mi niñez que se fue y aún gravita, no obstante, en las lentas galaxias que hace tanto observé y aún me siguen llamando, y aún me siguen llamando.

sábado, 9 de junio de 2012

Amarillo

Me ocurrió hace unas horas, mientras paseaba por el campo, a muy pocos metros de unas viejas porquerizas en cuyas piedras la tarde bostezaba desovillando un silencio de berilio.

Dentro de mí caminaban mis recuerdos, desgarbados y muy torpes como príncipes sin trono huyendo del reino de la melancolía.

El aire reptaba arañando el corazón aliquebrado y dulce de los juncos que escoltaban mi paso. Hundió el vuelo una torcaz como un grumo de plomo en la bóveda celeste y dejé que mis ojos siguieran su silueta hasta que la lejanía la deshizo

Entre tanto, seguí caminando absorto, envuelto por el resplandor del sol que iba enterrándose en un horizonte ocráceo y purulento. Yo iba fuera de mí, vagando en un limbo majestuoso, intentando olvidar la cruda realidad que, a diario, muestra ante mí su rostro oscuro.

Caminaba despacio, entre encinas cadavéricas, intentando alejarme de las sombras que hay en mí, pisando la tierra seca, vieja y áspera,  hasta que, inconscientemente, me detuve bajo una curiosa bóveda silvestre: cuatro enormes retamas que cubrieron de improviso, entrecruzando sus ramas, mi abstracción.

Y su olor tan sencillo transformó mi realidad, me alejó de las sombras, de las amarguras cotidianas, e inundó mis pulmones, mi sangre, mis ojos, mi conciencia de una emoción no exenta de esperanza.
Y sentí en ese instante  una sutil felicidad, una especie de ensoñación que me enredaba en un trozo de mundo, un espacio vegetal que conectaba un instante con mi alma y la encendía y pintaba de amarillo.

jueves, 7 de junio de 2012

Bankia

Nos sostiene la herida blanca del amor. Nos han robado la voz, la libertad, la esperanza en un mundo más solidario y justo. El poder del dinero, la soberbia sideral escondida en el corazón de los banqueros,  ha quemado la luz que sostenía nuestro aliento y en su lugar ha crecido el desencanto: un zarzal que nos cubre y nos impide ver el día.

Ahora el futuro es un cuervo a la deriva con las alas mojadas por la espuma de la noche.

 Han cavado una tumba inmensa de silencio para enterrar en ella la ilusión que, hasta hace muy poco, sostenía nuestros ojos y alimentaba nuestro corazón. El capitalismo es ciego y en sus párpados se posan las cáscaras de la melancolía.

Los jeques del reino, los príncipes de Bankia, con el nudo de sus corbatas de oro flácido han extrangulado nuestra antigua fe, el clamor de justicia que nos dignificaba. Nos vamos quedando, al final, sin argumentos para explicar esta oscura realidad, la luz de esta España que, sin remedio, se nos muere. Han estercolado nuestra felicidad.

Y ellos siguen viviendo a costa de las lágrimas y el dolor de los pobres. Son cuatreros sin escrúpulos, son los reyes del vértigo, los príncipes de Bankia. Al final van quemando nuestra rebeldía celeste. Se lo llevan todo, se  lo han llevado todo; y nosotros tan solos, tan rotos, tan heridos, no podemos mirar siquiera hacia adelante, porque no somos nada, porque no existe el futuro.

lunes, 4 de junio de 2012

Una escena feliz


La claridad aún sigue visitándome,
penetra en mi corazón por las rendijas de una ventana abierta a lo inasible.
Es un espacio que sólo cabe en mí.

Arriba, hay un techo de color verde-manzana.
Abajo, la tos profunda de mi padre y el mágico zigzagueo
de las moscas edificando un cielo hecho de humo.

A la izquierda, la báscula pesa el horizonte de las voces que inundan la tienda,
las mujeres embuten su olvido en medias de cristal.
A la derecha, el amor de los ovillos aún acaricia el silencio de la pana.
Frente a mí, late el sol en las piedras y en el musgo
que cubre la lentitud de las paredes, la virginal soledad de un corralón.

Fuera de mí, la vida, tan sencilla, es el singular crujido de los carros
que pasan rasgando el dolor de la mañana,
es mi madre que observa el milagro de los pájaros
mientras picotean los ojos del rocío, las primeras migajas de una eterna claridad.

domingo, 3 de junio de 2012

San Benito

Ayer, mientras regresaba de Pedroche  -atrás dejaba el calor de mis amigos Santiago, Pedro, Miguel y Francisco Moya-, cuando la noche era  un cuervo aleteando en la secreta humedad de mis pupilas, tendí la mirada hacia el norte y lo vi allí, donde copulan Córdoba y Ciudad Real y el horizonte se eleva hacia las nubes como un animal melancólico y abrupto.

 Era un un barco de nieve encallado sobre un cerro, un manojo de casas protegidas por el viento y el enigmático aliento de la luna. Hay pueblos que viven dentro de mi corazón a pesar de que nunca los haya yo habitado.

Encofrado en la noche como un cántaro de luz, San Benito me saludaba en la distancia con sus calles, sus huertos y la piedad de sus tejados donde mi soledad flotó otras tardes, cuando paseé por el pueblo traspasado por una paz forrada de crepúsculos y una sensación difícil de explicar, la misma que me habitó ayer por la noche, cuando mi corazón miró hacia el norte y tendí la emoción de mis ojos en el perfil de un pueblecito oculto entre los montes, en ese límite amable, familiar, donde la exuberante realidad se confunde y se funde con la clara humanidad, con el puro milagro de esa rara fantasía que, a veces, nos hace pequeños y nos desnuda.