lunes, 9 de julio de 2012
Maestro Luis Molina
Sólo alcanzo a ver, si afilo bien la vista, el silencio dormido como un garabato en la pizarra y la voz del maestro como un tábano de luz posándose en la humedad de los pupitres. Mi corazón es la espiga de un instante. Oigo toser el invierno en mi interior como si el tiempo no hubiera transcurrido y el ayer fuese un niño asomado al exterior de un recreo sumido en la memoria de los charcos.
La visión de esos días en mí es quieta y blanca. Sólo alcanzo a ver la costra de la lluvia y el musgo aferrado a las decrépitas paredes tintadas por el resplandor de las babosas que escalan la piedra como frailes perezosos. Al pie del colegio hay una vieja salamandra escondida entre la hojarasca de aquel miedo que tenía el olor de los tinteros matinales.
Los niños esperamos al socaire de un recinto trenzado por el azul de las palomas y el desolado perfil de una bandera. En nuestra edad no caben las ortigas. Nos abriga el olor del frío, la piedad de la mañana dormida en las carteras, aunque el maestro no ha llegado aún. Tardará en llegar a mi vida varias décadas, porque el que estuvo allí era una sombra. El que vendrá después será el auténtico profesor que no tuve por diversas circunstancias.
Lo conoceré un día al lado de su ángel, su hija Marisa, y de Provi, su mujer, dueña de una ternura blanca, lírica, abismada en la realidad como un poema. Luis Molina, el sabio maestro que no tuve, ahora me instruye en su armónico humanismo, un humanismo próximo, celeste, que duerme sobre el corazón sin luz del pobre y la mansedumbre eterna del mendigo que no tuvo nunca un libro entre sus dedos.
Luis Molina es el pedagogo de la luz, el protector de los niños pobres, frágiles. El que educó al escritor Muñoz Molina, el maestro que aún lleva a Úbeda en los labios y respira el sigilo armónico de Mágina, me ha enseñado a escribir en el viento y a captar la eternidad que cabe en una sombra. Es un lujo tenerle ahora junto a mí, compartiendo ideales y esa clara libertad que le nace muy adentro y se pasea por sus ojos como un resplandor de espigas vespertinas donde se mecen los días de mi niñez, y aquellos cielos tan puros, machadianos de su tierra natal, el azul de Santa Eufemia, que aún pastorea y sostiene en su mirada.
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