martes, 23 de abril de 2013

El primer libro


      Busco entre los recuerdos el primer libro que bañó mi interior marcando mi carácter: era un cuenco de versos, de poemas para niños que, a diario, nacía entre los dedos del maestro desplegando sus alas de tenue mariposa o de girasol rampante alicaído. Lorca y Neruda paseaban por su páginas como dos príncipes lánguidos y altivos. Juan Rarmón los miraba a lo lejos, displicente, escondido en las sombras de un anónimo parterre. El libro se arrodillaba ante sus versos y en su corazón de papel crecían violetas. Desprendían sus hojas un sonido azafranado.  Una obra de texto para educar mi corazón y ponerle una horma al zapato de mi espíritu.  Era un volumen pequeño, casi humilde: una diminuta cápsula de trigo en la que cabían solemnes los gorriones y dormitaba sonámbulo el invierno cuando en el cristal de clase el viento aullaba y, sumisa,  la lluvia acudía de inmediato como una doncella aburrida y despeinada.

!Qué hermoso aquel libro en el que yo aprendí a soñar y a bailar con la luz que habita en las palabras! Quizá tuviese ochos años por entonces, pero el libro tenía la edad de las frambuesas que, año tras año, alegran los zarzales cuando arde en la brisa una luz de caramelo y el cielo se baña desnudo en las acequias. Mi infancia era entonces un lago sin orillas. En aquel librito había un barco de Espronceda y un trigal infinito donde hallaban su escondite, en los días de tormenta, cuando el aire se aherrojaba, los versos tallados de un Góngora aguileño.  Recuerdo a Machado y a Bécquer conversando entre arpas dormidas y colinas plateadas. Aquel libro era un pozo de almendros y golondrinas. Todo ocurría en su interior de un modo extraño: un tiempo de tinta sumido en una mano que sostenía la claridad del tiempo en el que el dolor fermentaba en los braseros y la pobreza era un flan de mandarina.

Hoy no sería quien soy sin las lecturas que descubrí en la magia de aquel libro. Me gustaba esconderme en las juncias de sus páginas, los días de verano, a la sombra de una higuera. Amaba, recuerdo, su hojaldre de palabras que crujían como alas de avispas chamuscadas en la superficie azul de una piscina. En el cabían los veranos y los inviernos, la nieve y el barro, la oscuridad y el viento. Pero era el verano quien más lo desnudaba. Había entre sus hojas muchos volúmenes y curvas, cintillos de niña bajo el fragor de las moreras. La poesía que guardaba era un regalo lujurioso. Es verdad que quizá llegó a mí demasiado pronto abriendo un volcán muy dulce en mi conciencia.

Ahora, después de casi cinco décadas, la idea de aquel libro se concentra en una imagen, en un puñado de rosas y emociones dibujadas sobre el silencio de un corral en el que transpira un zumbido de abejorros que no acaban nunca de irse. En ese espacio, hay un niño sentado a la vera de una cuadra, donde zurean los palomos y las gallinas forman círculos lentos picoteando la tristeza. Las chicharras laceran la ternura de la luz agrietando la siesta con su berbiquí de cuarzo. Y a la sombra de un árbol hercúleo, gigantesco, unos dedos pequeños sostienen temblorosos la belleza de un libro que transformará el verano en un bosque invisible, inabarcable e íntimo, trenzado por el rumor de la poesía y un misterio insondable, imposible de alcanzar si no es con el alma tendida en el azul.

domingo, 31 de marzo de 2013

Domingo de Hornazos



La casa, rodeada por la lluvia, tirita como un lirio abandonado entre árboles y piedras. Desde aquí, observo el mismo espacio que hace décadas, el día de los Hornazos, se llenaba de voces familiares y cristalinas risas de niños. Evoco aquel fulgor que hoy se me niega: la vida era una cinta que ceñía el pecho de las niñas  sorprendidas por la esmeralda lenta del amor. Había cintillos en la paz de las retamas, largos cabellos de humo en la arboleda. Hoy ya no queda oxígeno en las ramas de las encinas para que se sostengan los senos almidonados de la tarde.  El singular murmullo de los novios no halla la zarza en la que descubrir la desnudez boscosa de una fuente. El bosque que ahora veo no es el mismo. El horizonte ha roto la alta urna en la que ardían sueños de cristal. Las nubes han alfombrado el horizonte; pero hace años, la luz resucitaba y en ella se mecían las palabras, los gestos, las esquinas del amor que se doraban con el atardecer.

Antaño la niñez era un prodigio que en el hornazo del viento eternizaba su indómita alegría. Y el Lanchar, rumor de plata, bañaba los pies dulces, los brazos soñolientos de las jóvenes que acariciaban voces fermentadas, hombros de plata y muslos de maíz. El Día de los Hornazos era de menta, un lápiz dibujando las praderas, al lado de un arroyo hecho de sol. Hoy, sin embargo, todo es lluvia y barro, la esbelta sinfonía de un ciprés que mueve el aire a unos pasos de mi rostro. Todos se han ido: nadie ha vuelto a recorrer la frente del arroyo hecha de almendros. Pero en mi alma está aquella claridad. Evoco el griterío y el aroma de los hornazos crujiendo en la mañana y el velo de azucenas que mi madre solía ponerse en la frente esos domingos alimentados por la resurrección. Mi padre conducía lentamente con su esperanza llena de vencejos el coche que sentía los manantiales. El puente del arroyo era de cuarzo, de hondo berilio. El agua era de luz, y en el azul del cielo remudaban los pájaros su anónima camisa hilada por agujas de azafrán.

Todos se fueron. De eso ya hace tanto tiempo... A veces, veo las sombras de cristal, el vaporoso hojaldre de las nubes cubriendo el aleteo de la perdiz que hacía su nido al pie de unas adelfas. Y yo sentado al lado de mis padres, sobre una piedra eterna de granito donde jugaba el sol a las canicas con una golondrina hecha de tul. Todos se fueron. De eso hace tanto tiempo... Los panaderos, que hacían los hornazos con lágrimas de harina y flor de anís, abandonaron los hornos de la infancia y, así, la levadura hundió su masa de epifanías en las flores de un zarzal.

Veo la alameda rota por el agua, la línea incombustible del asombro, los árboles cruzados por mi fe. Y hallo el amor perpetuo de la infancia sentada en las esquinas de un domingo de nata y ovas. Huelo la dulzura de los hornazos tiernos junto al agua, sobre la hierba, en la emoción perpetua de las adelfas violadas por la luz.   En aquellos domingos había un murmullo de abejas cristalinas burbujeando entre corros de niños que jugaban. Todo era azul, La lluvia no alcanzaba las risas, las palabras familiares, y en el aire olía a chicle y regaliz. Ahora, esta tarde, la vida es lluvia y barro y el corazón del campo está mojado por una luz que empieza a oscurecerse entre cenizas y árboles de sal.

sábado, 23 de marzo de 2013

El Papa Francisco



No es fácil decir cómo duelen la palabras que amontonamos en nuestro corazón como dulces guijarros lavados por la lluvia que un extraño temor no nos deja echar afuera. A veces, la oscuridad, como una piedra, pesa en la sencillez de nuestro espíritu y las emociones, las ideas, los sentimientos, de una manera rara, extravagante yacen sumergidos en el resplandor de nuestro miedo sin atreverse a salir al exterior. Es como hallar una vela en la penumbra y no ser capaces siquiera de encenderla por temor a que alguien sople y nos la apague.

Ocurre que, en ocasiones, respetamos demasiado quizá el criterio de los otros, y callamos sumisos por no levantar un temporal de discusiones y enfrentamientos inútiles que, al final, casi siempre no conducen a nada. A veces, resulta difícil ser creyente en medio de un mundo acorchado e insensible donde más que el espíritu triunfa la materia, y sobre el dorado regalo del amor brilla la banalidad de la quincalla que se vende a diario al precio de un diamante.

Antes de escribir este texto he pensado en eso, en las muchas sombras que hoy cercan la verdad y se van posando encima del amor, intentando cubrir el espíritu de mugre. No es fácil, insisto, hoy día ser creyente. La sociedad invita a ser ateo.  Vencido tal vez por un respeto exagerado a las opiniones de quienes me rodean, durante unos días he sentido en mi interior cierto miedo a expresar mis sentimientos y mi opinión en relación con un hecho muy importante: la llegada del Papa Francisco al Vaticano.

Había un muro de niebla que contenía mi ilusión por expresar verbalmente qué he sentido al ver la labor de un Hombre con mayúsculas, muy cercano en esencia al evangelio del Maestro. Hoy reconozco que en mí había cobardía. Y ahora rompo ese dique hecho de miedos y de sombras para dar salida al fulgor de la alegría enquistada en el resplandor de mi esperanza. Al hacerlo, me siento mejor, quizá más frágil, aunque también más hondo y más liviano.

Hacía muchos años -desde que murió Juan XXIII- que la luz de la sencillez y la campechanía, esa cercanía emotiva a los más frágiles, no había refulgido tanto como ahora lo está haciendo en los actos pequeños de este Papa tan próximo a las ideas del pueblo llano, un pueblo que quiere una iglesia despojada de oropeles y cáscaras, de inútiles boatos que difuminan, u ocultan de algún modo, el verdadero fulgor de su mensaje. Hoy, este hombre cercano a los humildes, el otrora cardenal Jorge Mario Bergoglio, aunque a muchos le pese es un ejemplo para aquellos que, entre tanta inmundicia económica y moral, aún creemos que el cielo es posible aquí en la tierra.

El Papa Francisco ha roto protocolos y ha elogiado con tanta ternura la bondad que a más de uno acabó desarbolando la claridad que habitaba su discurso. Él tiene motivos para hablar de la bondad. Según sus biógrafos, ha sido a lo largo de su vida un ejemplo de amor y entrega a los sencillos que no borrarán, por mucho que lo intenten, aquellos que le critican sus afectos a la dictadura argentina de Videla, detalle, por cierto, nunca demostrado. A los santos más grandes se les criticó también y  les asignaron miles de defectos. Siempre habrá aguafiestas que echen encima del amor las miasmas del odio que excretan los cobardes, los que odian a Dios por sistema y, día tras día, luchan para barrenar la fe cristiana que inunda el espíritu de millones de creyentes.

Nadie puede saber qué deparará el futuro al Papa Francisco en su trayectoria pastoral como cabeza visible de una Iglesia que, a raíz de su entrada sencilla al Vaticano, más que nunca arropa a los pobres y los frágiles. En su camino hallará dificultades, igual que otros Papas encontraron en su mandato, pero estoy convencido de que las superará si se sigue apoyando en su hermosa sencillez, en ese despojamiento franciscano que el santo de Asís demostró hasta que la muerte le sorprendió ligero de equipaje, ataviado de ropas sucias y andrajosas sobre las que brillaba la capa del amor que reviste el espíritu abierto de los hombres que han venido al mundo a servir a los demás, y viven la vida sin oros, de puntillas, sin pararse a pensar siquiera que son santos.

sábado, 9 de marzo de 2013

Pozoblanco



         Algunos lugares te acarician las entrañas y entran dentro de ti como venablos luminosos, dejando en los ojos, en la carne, en las entrañas una melancolía hecha de imágenes e instantes bordados por un aire cristalino que viene de lejos y es pura claridad. Más de una vez, cuando piso esos lugares en los que mi alma respira una paz densa, hallo dentro de mí lo mejor que había perdido y, en ese momento, la vida se levanta como una esbelta avutarda vespertina que me lleva en su vuelo hacia el centro de la luz. En una calle cualquiera cabe el mundo, y el universo puede aletear en un breve segundo con la majestad de un ángel que nos acerca el temblor de lo perdido, aquello que aún sigue presente aunque se fue. Es, de alguna manera, una sensación sagrada que edifica donde no hay nada un campanario en el que repica una insólita alegría. En Pozoblanco, hace poco, lo sentí.

A veces, me ocurre al pasar por un rincón que hacía mucho tiempo ya no frecuentaba.  De pronto surge un detalle inesperado, un aroma que vuelve, un tono de musgo en los tejados, un pedazo de luz olvidado en un dintel y, entonces, siento que mi alma es regaliz, un sosiego dormido en los trigales de un silencio que cruje en la epifanía del amor. Cuando llega ese instante, me siento confundido. No puedo expresar de qué lugar viene rodando ese ramo de olores y sonidos familiares que, de improviso, perforan mi nostalgia y edifican un tiempo invisible para otros, pero intacto ante mí, tangible y material como el cuerpo del sol que llora en las piedras y en los árboles cuando el atardecer llega a su fin.

La vida es, a veces, un remiendo de nostalgia, una sábana de hilo puesta a secar sobre la hierba estremecida y febril de una emoción. Uno se pone tierno al recobrar de un solo golpe la claridad perdida, la inocencia olvidada en un tarrito de cristal que el viento echa al suelo y rompe entre la luz. Yo experimenté hace cuatro o cinco días ese sutil fogonazo de ternura muy dentro de mí mientras paseaba en soledad por una calle común de Pozoblanco. Lloviznaba, recuerdo, y yo iba triste, abandonado en un pensamiento lánguido, obsesivo, que tenía mucho que ver con el hedor que expele, a diario, la puerca realidad.

Iba fuera de mí, mordido por vagos pensamientos. Y, de pronto, junto al romántico rincón donde mora la iglesia de los Salesianos, justo en la acera contraria, en una esquina, vi sobre una ventana, abandonado en la llovizna un pedacito azul de mi niñez temblando de frío, pidiendo cielo y pan. Una orfandad muy dulce entró en mis vísceras, corrió por mis tripas como un gamo luminoso. Aunque no cabía en la lluvia de la tarde, vi un sol femenino desnudándose ante mí.  E inmediatamente después, llegó el pasado a golpearme serenamente el alma con su apretadísimo enjambre de sonidos, de colores y aromas que, en la tarde lloviznosa, consiguieron que viese un Pozoblanco inédito, un pueblo irreal que no estaba ante mi vista, y veía, no obstante, elevarse, construirse, levantarse a sí mismo con la hermosa sobriedad que, antaño, guardaba en sus calles y en sus plazas que yo recorría de niño sosteniendo todo el azul del cielo en mis pisadas acordonadas por un amor de avena, y una ternura sublime, majestuosa, que, en mitad de la tarde enmarañada de llovizna, ahora era cielo desnudo, campanario, esquina celeste, amor puro, claridad donde seguía transitando mi niñez.

miércoles, 20 de febrero de 2013

Los titiriteros



Quise haber escrito ayer de su tristeza, del desamparo añil que los cubría cuando, tras recoger sus pocos bártulos, sus sillas y sus carpas, tomaron el camino del silencio. No se despidieron de nadie. Ningún niño se acercó a agradecerle la porción de fantasía que el día de antes le habían regalado. Se llevaban con ellos la honda brevedad del efímero triunfo que, a modo de un murmullo, había calentado su alma unos instantes. Esa noche, poco después de la función, habían destilado su ánimo, su fe, antes de irse a dormir, en la altitud de las estrellas. Luego, sus sueños, quebrados como esquirlas, salpicaron la luz del ejido. Se hacía tarde.

No dejaban nada en el pueblo de su estancia: eran fantasmas huyendo de sí mismos. Nómadas sin raíces ni memoria. Nadie los recordaría días después. Sólo la tierra, la hierba y las paredes, las afueras del pueblo sabían de sus rostros, de sus ojos cruzados por el aleteo del frío y el arañazo indómito del sueño. ¿A qué olerá el alma de los titiriteros?, pensé mientras los veía trajinar comprimiendo el mundo hecho trizas con sus dedos. El aire soplaba en el hueco de su ausencia, recortaba en el suelo las formas de las nubes, perfilando sus sombras de torpes equilibristas en el trapecio de la soledad que empezaba a elevarse en el ejido solitario.

Ellos miraron al cielo unos segundos, proyectando su breve esperanza en el entorno. Luego, subieron despacio, a sus vehículos y arrancaron sin prisa. Eran trozos de horizonte. Los seguí con el corazón varios minutos, hasta que en mi dolor se deshicieron.  

Habían desmontado y doblado su universo de lona fruncida por lágrimas de pan. Debió echarle una mano quizá el amanecer: ese viudo romántico que acuna a los artistas que llevan tatuada en los ojos la pobreza y los sueños curtidos por la nieve de lo incierto. Durante el fin de semana habían logrado coser con su magia el corazón de varios niños. Ese era su éxito, no otro, sabedores de que, al extinguirse los aplausos, queda en la sangre el murmullo de una pena.

Tardaron muy pocos minutos en alejarse: su equipaje es el viento, y éste es frágil e inasible. Me entretuve un momento y, cuando quise darme cuenta,  no quedaba ni rastro de ellos en el ejido. En el círculo donde alzaron, dos días antes, su bóveda de alegría, un perro gris hociqueaba mirándose en un charco. Ni siquiera se despidió tampoco de ellos. Se fueron tan solos, tan frágiles, tan mínimos...

Los vi trasponer por la carretera comarcal que se alarga hacia el norte, en dirección de Villaralto, a la izquierda del camposanto y de la ermita. La mañana cayendo sobre sus lentas caravanas era un delicado ejercicio de acrobacia que sostenía el silencio de su imagen perdiéndose en el horizonte, tras los montes, donde les habrían de esperar un nuevo pueblo, un cielo estrellado y un rincón para elevar su lona de pan, la seda de su fantasía, en el corazón sin luz de un viejo ejido cercado por la tristeza de los perros.

miércoles, 13 de febrero de 2013

La primera golondrina



En el nublado olor de la mañana, flotando sobre un cable de la luz, llegó a a felicitarme la primera. Hacía unos meses que no veía a ninguna: las alejó la lluvia del otoño, los labios oxidados de septiembre besando las choperas del silencio donde, unas horas antes, se ahorcó el sol. Ellas asistieron a la muerte del verano y, luego, recogieron sus maletas llenas de sombra y albercas agrietadas para marcharse en busca de otra luz. Se fueron rodeando las tormentas, los aires carcomidos por la lluvia, las plazas coronadas por el frío, cuando las torres son huérfanos cipreses y las campanas lloran pedernal.

Yo las tenía ya casi olvidadas. La última de ellas cruzó ante mi estupor, como una damisela melancólica, en las postrimerías de septiembre del otro año. Empezaba a oscurecer. Aquella tarde, me acompañaba Michu, mi gata fiel que ahora es ceniza y nieve, y, al observarla rasgar la oscuridad del horizonte, experimenté en mi pecho el pulso azul de un breve resplandor. Aquella golondrina dejó en mí una emoción sutil de porcelana, la herida de una esquirla abandonada en la penumbra de una serenidad que levantaba polvo en mi quietud. Recuerdo que revoloteó un instante sobre la casa, alrededor de la colina, y luego se sumió en la oscuridad.

Había emigrado a un país mucho más cálido. Se fue sin decir nada, sobriamente, al pie de sus hermanas, poco antes de un borrascoso y viejo anochecer, y ahora, de pronto, huérfana, cansada, como un muñón ingrávido de cielo, vino a posarse limpia, ensimismada, a quince o veinte pasos de mi casa, abriendo con  la forma ahorquillada de su consuelo una cueva de oro en mí. Sin duda, era la misma golondrina. Su brevedad fue espuma en mi inocencia. Recordé a  Bécquer, a Machado, a Juan Ramón, mientras dejaba posarse entre mis ojos la incertidumbre azul de su silueta al contraluz del plomo de las nubes que esculpían la paz de una mañana cerrada como el cuerpo de un tambor.

¿Qué hacía ella ahí, como un ángel matutino, cosida por la lentitud del frío que aún sostenía el dolor de los tejados?  ¿Había venido, quizá, a felicitarme y a desearme un celeste cumpleaños..? De entrada, parecía indiferente, como una equilibrista bautizada por el fulgor exacto que en el aire imprime el sueño blanco de las casas, las chimeneas como duendes de vapor. Era una golondrina exhausta, frágil, con el plumaje abierto por las horas de un infinito, larguísimo viaje desde un remoto y paupérrimo país.

África le pesaba en las espaldas. Parecía rota, suspensa en el silencio ocráceo de las nubes que viajaban desde el románico corazón del norte hacia las ruinas idílicas del sur. Y, al sorprenderla allí, tan rota y quieta, tras contemplarla un rato ensimismado, toqué las palmas, y ella anudó el vuelo a un aleteo de tordos que cruzaban sobre las chimeneas rumorosas del barrio en calma, y mi amor voló con ella, cumpliendo años, al lugar de la inocencia, ese rincón puro, amplio, vigoroso, al que ellas sólo y los hombres que son niños, tocados por la luz, pueden entrar.

viernes, 1 de febrero de 2013

España


La han dibujado algunos con vehemencia, con cierto egoísmo, escondida en una urna a la que tienen acceso sólo ellos, los que un día heredaron el ardor de una bandera que, a veces, ondea ingrávida y feliz en los balcones umbríos de sus casas donde el sol vespertino se fragmenta en mil pedazos cuando la selección de fútbol vence.

Esa España es suya y a nadie más le pertenece. Es como si los demás, aunque sintamos un afecto profundo por el país donde nacimos, no lleváramos patria oculta en nuestros huesos, sellada en las alamedas de la sangre donde no suenan ya los viejos himnos que decoraron ayer nuestra inocencia, el bosque de una niñez llena de trapos y de arcos cerrados en la herrumbre de sus yugos. La España de que ellos hablan no sonríe, es seria y muy firme, demasiado seca y rígida. Sin embargo, la otra, el país en el que hoy creo, no yace dormida en la esquina de una urna, ni permanece escondida, aunque ellos quieran, en la dorada quietud de una corona demasiado solemne, inmóvil, fría, hermética, que yo nunca elegí sino que me vino impuesta por las condiciones históricas de un tiempo donde confluyeron azarosas circunstancias que, tampoco, pude escoger, evidentemente.

Cualquier país es un fruto del azar, o de una suma de azares caprichosos. Por eso España no es solo una bandera. Aunque sea para algunos eso, en mi opinión, el país en que creo reside en otras coordenadas,  en otros otros puntos quizá menos solemnes, como, por ejemplo, en los rostros frágiles, arrugados, que humanizan el aire de los pueblos más pequeños, o también en el musgo que alfombra las piedras de  mi infancia, o en la libertad de los campos y en el silbo de los alcaudones limpios y aguerridos que en los blancos espinos clavan su alimento. Mi España reside en los pasos del anciano que, antaño, pastoreó la soledad de las lentas encinas por un puño de bellotas, o en los derrotados padres de familia que transitan las aguas de una gris supervivencia aferrados a un flotador de trescientos euros que, a finales de mes, siempre llega desinflado a la quietud de una orilla cavernosa donde la desdicha espera entre las rocas.

Una patria no es, ni mucho menos, una bandera o el estúpido grito que aúna a millones de personas cuando ganan la gloria los reyes del balón. La España en la que yo creo no es esa patria aferrada al pasado, inculta y azarosa, movida por el balompié y la tauromaquia, enraizada en el halo de los nombres poderosos y en las botas lustrosas de los amos sin conciencia, sino aquella sujeta al aliento de los niños que soportan el frío de un piso sin calefacción, no ese país mordido por el vértigo de un euro que ha enriquecido sin pudor  la oronda y pérfida panza de los bancos, sino aquel aferrado a la lágrima de los desposeídos, al dolor del vecino con el futuro roto y huero. Quizá sea una España más difícil de aceptar, pero quiero creer que algún día ese país que hoy sufre las bufonadas de los ricos, la chulería grotesca de esa clase privilegiada por la corrupción, el día de mañana pueda ser la patria dulce, sencilla, abierta, humilde e igualitaria, donde convivan las luces con las sombras, y se distingan las voces de los ecos. Y ese país soñado e hipotético tendría la bandera hermosa del amor, un amor tricolor, libre, abierto, solidario, donde la cultura y la sensibilidad habrían de ser la savia y la sustancia que alimentaran la sangre de sus venas, los pasillos azules de su amplio corazón.


miércoles, 23 de enero de 2013

A mi gata muerta


No sé si hallaré las palabras suficientes para expresar lo que has dejado en mí durante los años que me has acompañado, centinela de los crepúsculos, caricia de músculo aéreo, círculo de paz girando a mi alrededor  cuando llegaba cansado a la casa en las tardes de verano y tu presencia era la humanidad, la ternura felina que en el aire se hacía amor, la suave reverberación de la quietud sobre la que aletaban los gorriones.

Nunca será la Colina sin tus pasos el silvestre jardín perfumado de silencio donde la esquina del mundo se alargaba y, a veces, tocaba las barbas del Creador, la túnica alta y celeste de la Luz. Tú, gata dulce, Michu, conseguías levantar mi tristeza y alejarla entre las alas de los pájaros lentos que habitan la dehesa, esos que, a veces, jugaban con el viento escondido en la oscuridad de las encinas a las que tú subías muchas noches para tocar la luna y esconder un trocito de cuarzo dentro de tu lomo gris. No sabes cómo me duele, gata azul que  te hayas marchado, al final, sin despedirte, sin preguntarme si te necesitábamos, dejando el hueco insondable de tu ausencia clavado en el centro de nuestro corazón.

Si, al menos, me hubieras dicho que te ibas, que estabas cansada de hollar el campo triste buscando ratones y erizos de cristal, yo te habría preparado un hueco algodonado aquí en la inocencia blanda de mi pecho, donde hoy la amargura toca su tambor. Gata de los crepúsculos, sirena de las retamas besadas por el céfiro,  domesticada jineta de vapor, hoy eres etérea, pura y esencial como la luz de la nieve en los cercados sembrados por la sonrisa del Creador. En tu ausencia he dejado un pedazo de mi espíritu, dos peces de mi alma, el lago de la luz donde ahora se baña mi desolación. Fueron tantas las horas que jugué con tu alegría que ni siquiera tu muerte puede ahora arrancar las guirnaldas que adornan mi tristeza, porque en ella aún sigues paseando, siempre viva como una princesa de aire luminoso bailando con los ratones transparentes que hay en el palacio de la eternidad.

Seguiría hilvanando rincones de tu nombre, diminuto, aunque hondo, Michu, pero es tarde para cubrir el hueco de tu muerte con mis torpes palabras llenas de barrancos en los que no acaba jamás de oscurecer.
Me duermo en tus ojos tiernos, transparentes, hilados por las adelfas y los lentiscos, en los que ya nunca faltará la luz licuada por el resplandor de mi dolor que, al recordarte, se hace gratitud, alameda con nieve, huerto de arco iris, lágrima custodiada por el sol.

Hoy, esta tarde, cuando te encontré sin vida a los pies del asfalto, cerca de la puerta que conduce a la esquina del mundo, sentí un aire de claveles dormidos perforándome el espíritu y lloré como un niño al que han deshabitado y han arrojado en medio de un zarzal. Te cogí, sin embargo, y acunándote en mis brazos -tu cuerpo era un monte de acero- te dejé, ya era casi de noche, tendida entre los juncos para que esta noche bajen las estrellas con su altísimo aliento a rozar tu muerte blanca. Gata de los crepúsculos sagrados, mañana me acercaré y en una tumba cavada en la luz de la Esquina dejaré tus huesos pequeños, la cumbre de tu lomo, el círculo de tu cabeza matutina, para que mi dolor florezca limpio sobre el centeno de la  primavera,  cuando en la tierra, Michu, sea tu muerte la reverberación de esa alegría que, al amanecer, deja el silbo de los mirlos abriendo las puertas del campo hecho inocencia, lápida luminosa de tus huesos que en mí abren la espita de esa honda eternidad en la que algún día, sin duda, te hallaré.        

sábado, 12 de enero de 2013

Oración en la niebla



En el crujir de los reclinatorios, en la genuflexión de las ermitas,
resiste mi alma rota, desolada
bajo el descenso eterno de la lluvia
que me conduce al centro del amor.
¿En qué lugar duerme hoy mi soledad?
¿Hacia qué dirección se mueve el río
en el que ayer nadaba mi dolor?
¿Dónde puedo encontrar la fe del niño
que hablaba con los álamos? Señor,
dame la luz que alimenta a las campanas
y a la melancolía
que respira en la bondad del pobre, dame el sol
que ahuyenta a los lagartos que nos roban.
En el lugar donde queda el corazón,
hacia la izquierda blanca de mi espíritu,
se encuentran mis palabras, la verdad
por la que día tras día lucho, sufro
y amo el pulmón de los huérfanos, la artrosis
bendita del silencio en las rodillas
enfermas del anciano que no tiene un rinconcito abierto en la humedad
de los quirófanos: ya no existe espacio
para curar su niebla, porque es pobre y solo tiene viento en los bolsillos
y en la mirada un lago de piedad para esperar la muerte. Dime ahora,
Señor, ¿porque está el hambre abierta, viva
en medio de la escarcha, y la basura
dormida en la humedad de los suburbios que habita el inocente, el niño frágil
que colecciona santos de cartón, mientras los perros negros del poder
esconden sus monedas purulentas en medio del neón de los casinos,
bajo el caparazón de las tortugas
que dejan su inmundicia en las doradas y acorazadas torres de los bancos
donde la niebla nunca podrá entrar. Señor, no queda tiempo; creo que el mundo
de aquí a muy poco va a crucificarse en una nube tóxica de amor,
y yo no habré hecho nada, y lloraré, igual que llorarán todas las sombras, todos los bosques,
todos los niños ciegos, hambrientos de justicia y de piedad. Por eso te abro hoy mi corazón
lleno de barro y hojas que supuran el miedo de los árboles y el frío de las iglesias
huérfanas de trigo. Señor, bajo la niebla dejo hoy
el musgo de mis lágrimas, la voz que no me queda dentro, el holograma de todos mis silencios,
para alzar la herida que me cubre y va creciendo aquí, a la izquierda gris de mi oración
que clama por los pobres. Es solo eso, te pido pan, ternura, nieve y sal
para curar el frío de mis ojos que ya no saben a qué lugar mirar
pues todo es niebla, una espesura atroz de espíritus que lloran bajo el cielo
tanteando en qué rincón de tierra dulce podrán abandonar todo el dolor, toda la angustia de óxido
que cubre el amargor boreal de su existencia donde hoy se pudre al sol mi fe cansada.  

      


lunes, 7 de enero de 2013

Después de Navidad


Tomo entre mis dedos las figuritas del Belén: las voy cogiendo despacio una tras otra como si fuesen cápsulas sagradas de un tiempo veloz y efímero, inmutable, que, un año tras otro, nos engaña con su rito de aproximación ficticia a la inocencia. Aunque la Navidad sea para mí un reencuentro con lo más puro de mí mismo, la fiesta más entrañable que conozco, no consigo adaptarme a la impostura  empalagosa que, durante unos días, toma cuerpo en el ambiente en forma de abrazos, gestos y saludos luminosos que resistirán poco más de una semana, hasta que se apaguen las luces fraudulentas que alumbran la soledad de mucha gente que vive emboscada en sus sueños no cumplidos.

Mi padre murió un día de nochebuena de hace más de dos décadas. Aquel fue un día terrible; sin embargo, al llegar el día de Navidad mi padre se halla más cercano a mí que nunca. Para mí las navidades no son tristes si se viven desde la autenticidad y no de un modo banal, materialista. En la Navidad hasta el aire sabe azúcar, y aunque no esté presente, de un modo figurado,  la nieve decora el corazón de nuestras calles con la mansa emoción de un milagro paradójico que transforma en blancor la penumbra de una atmósfera que, a lo largo del año, es monótona y agreste. Durante unos días la gente aparenta ser mejor, más cercana y más cálida, más tierna y más sensible; pero, apenas deshace su aroma el Día de Reyes y los días laborables de nuevo decoran nuestro ámbito con la infelicidad de su grisura, la vida regresa a su mediocridad cansina.

Tomo entre mis dedos las figuritas del Belén que aún está colocado en la casa de mis padres. Y, al tocar las siluetas, el tiempo en mi alma se derrumba. Todas las figuritas tienen luz, un resplandor que ilumina mi conciencia.  Alguna de ellas la acerco a mi nariz y, al cerrar los ojos un momento y concentrarme, logro percibir el aroma que, hace décadas, cuando era un chaval, me dejaba confundido por su textura delicada y limpia. Es un olor muy dulce y transparente, el mismo del bote de detergente granulado que contenía en la nieve de su vientre tres figuras pequeñas: una gallina y dos pollitos. Aquel detergente, Persil, dulcificaba de alguna manera el relieve navideño dejando su huella en la brisa y en la ropa. La escasez o pobreza de entonces olía a limpio, al mullido serrín que alfombraba los caminos, escoltados de musgo, de aquel portalillo de Belén que confeccionaba de niño en una casa donde la vida era puro terciopelo. Entonces, a mi alrededor, no había impostura y la Navidad tenía el recóndito temblor de los sueños más blancos y las promesas más azules: aquel era un territorio inmaculado sobre el que se aposentaba la inocencia. Hoy, justo un día después del Día de Reyes, cuando se ha muerto la luz de Navidad, toco emocionado las figuritas del Belén que pertenecen a un tiempo indestructible y nadie podrá borrar de mi interior, porque vive en mis ojos y es la luz que aún me define como a un niño perdido en la nieve del pasado, un pasado que aún yace aterido en mi conciencia.