martes, 7 de agosto de 2012

Las manos más torpes


Nunca me manejé bien con las manos. Ya en los años lejanos de mi umbría pubertad, cuando estudiaba por libre y el silencio era apenas un murmullo de alas grises regresando a la higuera del patio en el lento oscurecer, me ponía a realizar con mis dedos torpes, lánguidos, los trabajos manuales que el profesor me había mandado (frágiles paralepípedos de papel) y yo intentaba armar como podía, empleando muchísimo tiempo en la labor. Recuerdo que siempre hacía los deberes en el comedor, junto a una puerta acristalada, y el color de la tarde que iba muriéndose despacio, arrugándose tras los corrales de humo añil, se me entraba en los ojos dejando en la paz de mi interior un fulgor melancólico imposible de explicar.

Llegaba la oscuridad. Se hacía un silencio trenzado por el tictac de las estrellas y el temblor de la parra desnuda de mi patio, y yo seguía intentando torpemente realizar el trabajo que debía llevar a clase. Pero el desánimo siempre me vencía. A veces, llegaba mi padre y me ayudaba (él siempre fue habilidoso con las manos), o era mi hermana, o mi hermano, quien lo hacía y yo contemplaba absorto, casi en éxtasis, la ingravidez gozosa de sus dedos que cosían el aire con una destreza magistral doblando el papel y, luego, pegándolo despacio, acariciando con gracia su  textura, hasta que el paralepípedo se alzaba, después de una hora, sobre el hule de la mesa como un cuerpo glorioso, un trofeo conquistado gracias a la habilidad de los demás.

Esto solía ocurrir frecuentemente, pero en ocasiones nadie me ayudaba y acababa el trabajo con los dedos pegajosos a causa del pegamento utilizado con una excesiva imprudencia temeraria. Y entonces la rabia y la impotencia me vencían,  caían sobre mí como un granizo incandescente que acaba abrasando la levísima ilusión que yo aún mantenía antes de finalizar la figura geométrica hecha a base de un sudor que se quedaba impreso en el papel y era el nítido símbolo de mi inutilidad.

No hace falta decir que, en mis días de bachiller, no aprobé ni una sola vez los trabajos manuales. Para mí siempre fue una asignatura plúmbea. Por entonces, me examinaba -cómo olvidarlo- en el viejo instituto de Peñarroya-Pueblonuevo, situado a cien metros, o poco más, del Llano, y, más de una vez, al cruzar por ese sitio he vuelto a notar el sudor pegajoso de mis dedos y la misma impotencia que en aquellos días sentí.

Todo lo que he contado queda lejos; sin embargo, hoy mis dedos son tan torpes como entonces. Y me sigue ocurriendo: aún me sigo avergonzando de mi grave torpeza al hacer algo con mis manos. Los trabajos manuales no fueron inventados para mí.  Quien mejor sabe esto es mi buen amigo Gabriel: él, precisamente, me ha socorrido muchas veces y me ha echado una mano a la hora de talar, soldar unos hierros, o poner unas tejas en el tejado. Mi compadre es un tipo, siempre lo ha sido, habilidoso, y vale lo mismo para un fregado que un cosido. Siempre que me veo apurado acudo a él: hace sólo unas horas, no muchas, esta misma tarde, cuando más apretaba el júbilo del sol y sudaban a chorros los tejados y las paredes, Gabriel como siempre vino a socorrerme.

En esta ocasión, fue el simple pinchazo de una rueda. Y es verdad que, de entrada,  intenté como pude solventar el grave problema que se me había presentado. Pero, igual que otras veces, mis dedos sufrían, resbalaban, sudaban como cuando, antaño, batallaban contra los paralepípedos sin fe. Por eso llamé a Gabriel, pues yo sabía que, lo mismo que siempre, vendría enseguida a rescatarme del desastre en el que me hallaba sumergido. Y efectivamente, llegó a los dos minutos y arregló de inmediato el problema con soltura: vi sus ágiles dedos, sus manos curvándose en el aire aferrándose al caucho candente del neumático, y luego, enseguida, encajándolo en su sitio con una prudente y sabia habilidad. Luego de darle las gracias, subí al coche y toda la realidad volvió a ser suave, como lo era antes del pinchazo, y el cielo y el aire y el sol que, hacía una hora, derretía los tejados y sacaba el sudor de las paredes, me parecieron más gráciles, más dulces, gracias al pequeño milagro realizado por los dedos ágiles y sabios de Gabriel. Siempre le agradeceré, y él bien lo sabe, su altruismo sin límite y su generosidad. Las manos más torpes, las mías, han pergeñado llenas de gratitud estas líneas para él.

3 comentarios:

Aldo Narejos dijo...

Tus manos, las más torpes, empuñan la pluma más sutil. Y con ella dibujas puertas, por las que, ávidos de autenticidad, podemos asomarnos de cuando en cuando para tomar un buen sorbo de aire puro. Es cierto que el engranaje del mundo se habría quebrado ya hace siglos sin seres míticos como Gabriel. Pero también, amigo mío, nos debemos a la genialidad de maestros como tú, impresa en lienzo perfumado, para solventar los pinchazos del corazón y retomar con gracilidad el camino de retorno a casa.

Un abrazo.

Aldo Narejos

Anónimo dijo...

Después de verte hablar la otra noche, Alejandro, en un programa de televisión y conocer tu lugar de procedencia, apunté tu nombre en un papel. Quería conocer tu poesía, tu literatura impregnada de Andalucía y de lo que siento que son mis orígenes.

He leído este texto, y no he podido evitar sonreír al leer los problemas con los proyectos y la ayuda de padre y hermanos que tuviste, ya que me he sentido muy identificada con ello. Además, al ver escrito que te examinabas en Pueblonuevo-Peñarroya cerca de "El Llano" se me ha erizado la piel...

Mi padre es de Belmez; pueblo precioso y acogedor coronado con un castillo, que cada vez que veo a la lejanía, me impresiona y me enorgullece. Seguramente, lo conocerás ya que se encuentra a pocos kilómetros de Pueblonuevo.

Te doy las gracias por tus magníficas palabras. Quiero y espero seguir leyendo tu obra y maravillarme con ella.

Un abrazo,
Rebeca

Alejandro López Andrada dijo...


Muchas gracias a los dos, Aldo y Rebeca. A ti, Aldo, por entender y magnificar con tus bellas palabras la dimensión de mi estilo literario y mi obra. Me agrada también saber que hayas entendido el escrito dedicado al amigo Gabriel, a quien tú también ,y tan bien, conoces.
En cuanto a ti Rebeca, aunque no te conozco, me agrada saber que mi texto te ha erizado la piel, quizá por el hecho de mencionar el Llano y evocar una época de una España ya perdida, la de mi infancia relacionada también con el Valle del Guadiato. En cuanto a lo de tu pueblo, claro que lo conozco y, además, muy bien: he pasado en Belmez ratos extraordinarios con buenos amigos. Abrazos.