viernes, 1 de febrero de 2013

España


La han dibujado algunos con vehemencia, con cierto egoísmo, escondida en una urna a la que tienen acceso sólo ellos, los que un día heredaron el ardor de una bandera que, a veces, ondea ingrávida y feliz en los balcones umbríos de sus casas donde el sol vespertino se fragmenta en mil pedazos cuando la selección de fútbol vence.

Esa España es suya y a nadie más le pertenece. Es como si los demás, aunque sintamos un afecto profundo por el país donde nacimos, no lleváramos patria oculta en nuestros huesos, sellada en las alamedas de la sangre donde no suenan ya los viejos himnos que decoraron ayer nuestra inocencia, el bosque de una niñez llena de trapos y de arcos cerrados en la herrumbre de sus yugos. La España de que ellos hablan no sonríe, es seria y muy firme, demasiado seca y rígida. Sin embargo, la otra, el país en el que hoy creo, no yace dormida en la esquina de una urna, ni permanece escondida, aunque ellos quieran, en la dorada quietud de una corona demasiado solemne, inmóvil, fría, hermética, que yo nunca elegí sino que me vino impuesta por las condiciones históricas de un tiempo donde confluyeron azarosas circunstancias que, tampoco, pude escoger, evidentemente.

Cualquier país es un fruto del azar, o de una suma de azares caprichosos. Por eso España no es solo una bandera. Aunque sea para algunos eso, en mi opinión, el país en que creo reside en otras coordenadas,  en otros otros puntos quizá menos solemnes, como, por ejemplo, en los rostros frágiles, arrugados, que humanizan el aire de los pueblos más pequeños, o también en el musgo que alfombra las piedras de  mi infancia, o en la libertad de los campos y en el silbo de los alcaudones limpios y aguerridos que en los blancos espinos clavan su alimento. Mi España reside en los pasos del anciano que, antaño, pastoreó la soledad de las lentas encinas por un puño de bellotas, o en los derrotados padres de familia que transitan las aguas de una gris supervivencia aferrados a un flotador de trescientos euros que, a finales de mes, siempre llega desinflado a la quietud de una orilla cavernosa donde la desdicha espera entre las rocas.

Una patria no es, ni mucho menos, una bandera o el estúpido grito que aúna a millones de personas cuando ganan la gloria los reyes del balón. La España en la que yo creo no es esa patria aferrada al pasado, inculta y azarosa, movida por el balompié y la tauromaquia, enraizada en el halo de los nombres poderosos y en las botas lustrosas de los amos sin conciencia, sino aquella sujeta al aliento de los niños que soportan el frío de un piso sin calefacción, no ese país mordido por el vértigo de un euro que ha enriquecido sin pudor  la oronda y pérfida panza de los bancos, sino aquel aferrado a la lágrima de los desposeídos, al dolor del vecino con el futuro roto y huero. Quizá sea una España más difícil de aceptar, pero quiero creer que algún día ese país que hoy sufre las bufonadas de los ricos, la chulería grotesca de esa clase privilegiada por la corrupción, el día de mañana pueda ser la patria dulce, sencilla, abierta, humilde e igualitaria, donde convivan las luces con las sombras, y se distingan las voces de los ecos. Y ese país soñado e hipotético tendría la bandera hermosa del amor, un amor tricolor, libre, abierto, solidario, donde la cultura y la sensibilidad habrían de ser la savia y la sustancia que alimentaran la sangre de sus venas, los pasillos azules de su amplio corazón.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Excelente Alejandro, comparto todo lo que dices en este post, sobre todos tus anhelos y deseos. Susi Doctor

Alejandro López Andrada dijo...


Muchísimas gracias, amiga Susi, por este comentario que, verdaderamente, me consuela y me anima de verdad. Es grato saber que la imagen que tengo de nuestro país es comprendida, y aceptada, por personas a las que aprecio. Te envío un cálido abrazo junto a mi gratitud.