viernes, 28 de diciembre de 2012

El olor de la niebla



No tocaban mis pies la hierba y, sin embargo, el verdor de la tarde ocupaba mis pupilas y crujía debajo de mí, entre mis zapatos, como si yo fuese un álamo vencido, un árbol que muestra al aire sus raíces cuando el viento amenaza rasgar su voz famélica, el leve perfil de sus hojas que susurran como si la noche naciera de su savia.

No hallaban mis ojos la paz del horizonte y en mi alma caían las sombras del sendero. Pero la claridad aún me sostenía y apartaba de mí todas las dudas de una tarde que tenía la textura de un sueño hecho de barro.
Despedía la tierra un aroma de orfandad que ni siquiera el cielo deshacía, aunque el sol resistía encharcado de humedades, roto y cosido por nubes dieciochescas, nubes cartografiadas por el humo de las chimeneas del pueblo. Iba feliz, hasta que llegó la niebla y entró en mí invadiendo mis pasos como un bárbaro ladrón: la vi tragarse la línea de la tierra envolviendo los árboles en un celofán sin brillo.

Todo se descompuso en torno a mí. El mundo se revistió de un tono gris que escaló por mi corazón. Sentí que el tiempo, toda mi realidad se fragmentaba, como si la nada avanzase por mi pecho. Y olía a soledad, !cuánto olía  a soledad! y a miedo también: la presencia de la luz había sido encerrada en el cuenco de una cárcel. Pensé detenerme y entregarme a la agonía del mundo que, frente a mí, se deshacía como un puro reflejo de la sociedad tan ruin, desnaturalizada, que me cerca. En la niebla veía la corrupción, la falsedad, la desolación que abre el vil capitalismo, la inmunda presencia de los bancos más voraces.

La oscuridad de la tarde me anuló. Pensé detenerme, y entregarme al pegajoso olor de la niebla que avanzaba por mis vísceras; pero, de pronto, miré a mi alrededor, y encontré a pocos pasos un prado de tenues margaritas. Y en ese momento pensé manifestarme, mostrarle a la niebla mi honda rebeldía.  No sé cómo fue, pero algo sucedió: el color de las flores derrotó al plomizo halo que envolvía los campos con su rigurosa baba, y entonces entendí que debía seguir andando para tocar la vida que aún temblaba, como un trozo de sol, tras las cortinas de la niebla, donde el alma sencilla del pueblo resistía dibujada en la luz que abrigaba voces, rostros, bajo la humana inocencia de las casas.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Marciano el taxista



Los pasos de ayer escriben las curvas de mi hoy a la vez que trazan las rectas del mañana, lugar en el que confluirán mis sentimientos junto a mi espíritu abierto, transformado en una sustancia distinta a lo que he sido.  Las frases son ojos que nos hablan del dolor, del amor y la ausencia que vivimos en otro tiempo. Y hay frases desnudas que, a veces, vienen a buscarme de una manera amable, silenciosa, con la calidad subterránea de esos topos que barrenan la luz sumergida en una tierra perfumada por los sonidos del verano.

Esta noche volvieron a mí sin esperarlo esas palabras-topo traspasando los limos dormidos que aún tapizan mi conciencia. Recordé una frase que venía de muy lejos atravesando un bosque de sonidos que intentaban cortar su paso presuroso: "esta siesta iremos los dos a cazar gorriones". Las palabras que he recordado eran elásticas y las vi tenderse al lado de una casa en cuya pared había un nido de murciélagos que chillaban bajo el temblor de la canícula como notas fugaces de un amargo violonchelo.

El hombre que las pronunció, un buen taxista, era entonces mi amigo; lo fue hasta que murió. Siempre hallé junto a mí el resplandor de su confianza. Dentro de él se fundían la alegría y la ternura conformando la autenticidad de su carácter.  En su rostro cabían muchos rasgos de Mick Jagger, el épico vocalista de los Stones. Y vestía muy bien: llevaba las flores más audaces dibujadas como tatuajes en su camisa. En sus ojos azules la siesta era una góndola en la que viajaba el murmullo de los huertos. Marciano, que así era el nombre de mi amigo, iba, a veces, conmigo a cazar gorriones soñolientos que habitaban la soledad del extrarradio. Lo recuerdo sentado debajo de una higuera, a unos metros de mí, apuntando con sus ojos hacia el más puro azul que gorjeaba entre las ramas y en la tierra caía roto en monedas silenciosas. La carabina de aire comprimido parecía una esbelta guitarra entre sus dedos.

Las sombras crecían y el murmullo de la siesta se acababa ahogando en la paz de las albercas. La tarde, ya afónica, intentaba desprenderse, lo mejor que podía, del ruido de los pájaros. A esa hora había gotas de sol casi disueltas sobre la timidez de las paredes. Y Marciano, el taxista, con un puñado de gorriones arrebujados dentro de una bolsa, me volvía a repetir: "mañana será otro día, y vendremos los dos otra vez a cazar gorriones". Entre tanto, yo me detenía casi absorto en el purísimo azul de sus palabras. Y así un día tras otro, hasta que el verano se nos iba, como él se me fue: se alejó hace algunos años para nunca volver en su góndola-taxi hacia un estío en el que los pájaros no necesitarán, como antaño ocurría, buscar la soledad que crujía en la frondosidad de aquella higuera bajo la que aún sigue sentada mi memoria esperando al amigo, al taxista que escondía en sus ojos azules toda la altitud del cielo.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Una copa de anís



En una copa de anís pequeña, íntima, puede caber el mundo concentrado. Hacía ya tiempo que no bebía licor, pero ayer tuve una copa entre mis dedos y, al acercarla despacio hasta mis labios, sin esperarlo un murmullo me absorbió y tiró de mis entrañas hacia la luz tendida en las cornisas de una tarde rodeada por helechos y celindas  Era un lugar muy significativo: la cocinilla amplia, familiar, donde mi abuela Matilde elaboraba  hace ya décadas, cuando era yo un chaval, unas suaves y esponjosas magdalenas que vestían  de dulzura la penumbra de aquel espacio ameno, delicioso, en el que el tiempo aún sigue disecado como una garza en medio de la niebla.

Mi abuela ya hace años que se fue, un día de enero del 69. Yo la recuerdo siempre en la cocina aderezando la vida gris de entonces con el hinojo y la harina de sus actos. La vida de ella era un árbol de alegría que a mis hermanos y a mí daba cobijo.  Siempre que me veía derramaba sobre mis ojos el sol de su mandil, la humanidad perenne de su blusa en la que madrugaban las alondras y ardía el resplandor de los vencejos. Mi abuela en la cocina, al lado mío, hacía que el mundo oliera a hinojo y miel. Ponía su silla al lado de la mía y me subía a su voz de porcelana.  Así solía ocurrir tarde tras tarde. Ayer, no obstante, era su hija, mi tía Emilia, la que estaba sentada frente a mí, dibujando horas de azúcar, lejanías, al pie de su marido, el tío Maudilio, que evocaba los murmullos corpulentos de una legión sagrada de eucaliptos dispuestos, antaño, a un metro de la casa, como soldados romanos de arenisca subidos en el galope de un otoño filmado en cintas de cinemascope.

En una copa de anís pueden caber todas las sensaciones de una infancia. Toda la mía cupo en un dedal pequeño, luminoso, cristalino. Mientras, muy lento,  la iba degustando sentía que yo era anís, serenidad, penumbra aderezada con vainilla.  Fue poco tiempo, apenas diez minutos, lo que tuve la copa de anís llena, y en ese corto espacio temporal, vi como se transparentaba mi conciencia detrás del fino vidrio que escondía la eterna claridad de aquellos años que, aunque no vuelvan más, aún siguen vivos, sumidos como ingrávidas cornejas que, un día tras otro, vuelan desganadas entre las nubes blandas de la vida que habita concentrada en el anís fecundo y luminoso de un ayer embalsamado dentro de mi corazón.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Otra despedida


Podía ser un poema triste, y no lo es, o una de esas canciones de aire melancólico que, a veces, se quedan grabadas en nuestro pecho como mariposas de alas ateridas cuando alguien se va y nos deja el alma clausurada. Nada de eso es, sin embargo, la experiencia que hace sólo un instante he vivido esta mañana encofrada en el halo de un otoño casi dulce que dejó hace unos días los caminos embarrados y la hierba dormida en un bol de caramelo.

El amor, la ternura y una límpida inocencia que, en realidad, no sé de dónde viene, han taponado la melancolía que el pequeño suceso escondía en su raíz. Todo ha pasado deprisa; en dos segundos, pero me ha parecido un sensación eterna. Ha sido una imagen sencilla, azul, magnética como el cielo que tiñe, ahora mismo, los tejados con la nitidez de un bálsamo celeste que cubre de soledad las tejas ocres y se queda en la luz del aire aleteando.

Ese puede ser el paisaje de la estampa que en mis ojos, ahora, tiembla con su resplandor de ónice. Y es que mi hija se ha ido hace un momento y mi corazón ágil ha intentado perseguirla abandonando mi cuerpo fragmentado. Pero mi corazón no tiene alas. No he salido a la calle, no obstante, para ver cómo se alejaba un trozo de mi espíritu. Me encontraba recién levantado de la cama, con la bata puesta y una barba de hace días.  Por eso he mirado la marcha de mi hija, con los ojos llorosos, a través de los visillos. Se ha subido en su coche con una tierna languidez de gacela triste arrobada entre las sombras y en su mirada húmeda, tan frágil,  he percibido el fulgor de un lago tierno. Su madre ha besado la ausencia que nos deja y en mis ojos se ha muerto un pedazo de esa luz que, ahora mismo, se hace aluminio en las paredes despidiendo a Rocío con pañuelos de cal húmeda, mientras yo despliego un instante los visillos y se clava en mi pecho el resplandor de una mañana azul, fraternal, gobernada por la ausencia que deja una niña en mi corazón de nieve.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Dos piedras



         Pongo dos piedras encima del silencio, y, sobre éstas, coloco la alegría: esa firme y límpida pared en la que fulgen los días transparentes que han de venir cuando muera la tristeza y en mí penetre una hermosa claridad que nadie podrá nunca destruir.
          A veces, como ahora, es duro andar con alforjas de plomo en las entrañas, pero vendrá la luz, sin duda alguna, para inventar un bosque en mi interior en cuyos árboles se han de posar las nubes -sueños con alas- que, a veces, cruzarán mi soledad en un vuelo muy lento, produciendo un susurro cristalino de mandolinas rotas por el viento bajo el preludio del amanecer.

         Pongo dos piedras encima del silencio, dos piedras abandonadas por la lluvia que ayer dolían dentro de mis ojos y, en cambio, hoy, ahora, en este instante, mientras camino a solas por mi alma, son piedras transparentes como lágrimas que cubre el resplandor de la alegría: ese paisaje abierto entre las sombras que logra, día tras día, sostenerme, ciñendo mi esperanza, mis proyectos, a la promesa de la claridad que, al irse el desaliento del presente, la lentitud sin voz de los relojes, como un pájaro herido ha de volver para instalar su amor dentro de mí.

jueves, 22 de noviembre de 2012

Juan Borrallo



       No sé si habrá sido el paso de la lluvia -que ha dejado esta tarde en el pueblo luz de barro-, lo que ha levantado en mí la claridad de tu imagen lejana cruzando el viejo ejido abrigado en tu soledad, con el silencio adormecido en tus hombros. Anochecía y el aire vibraba en la quietud de las acacias. Necesitaba plasmar aquí la paz recortada esa tarde de junio en tu silueta. El cielo, un poquito antes de yo verte, había estado jugando a la brisca con las nubes y había perdido, en principio la partida -un fragor de relámpagos lo habían derrotado-, pero, poco después, levantó su carpa azul y a ti te engulló. Iba dentro de tus pasos, o quizá tú ibas dentro de él, porque, a esa hora, el techo del cielo había bajado a saludarte y en tu pelo rizado había enredado su cansancio, su lentitud casi caramelizada.

Recuerdo que yo había estado poco antes hablando contigo junto al suave chiringuito que habías levantado a la orilla del paseo que conduce a la Virgen de Guía. Olía a verano, a las eras quemadas por la brisa incandescente. A pesar de que un poco antes había llovido, el frescor de la tierra ya se había esfumado. Y, entre tanto, tú, Juan, levantabas el grato andamio de la tarde asomada al balcón del horizonte. Aún puedo tocar tu sonrisa contagiosa que en la luz se ensanchaba sin pedir permiso al sol, porque el verano acampaba entre tus pómulos y dejaba su enorme alegría encima de ellos. Aquel día eras feliz inmensamente.

Unos minutos antes de marcharte, un grupo de amigos estuvimos bebiendo junto a ti: llenabas los vasos largos de ginebra y el limón de la brisa enredaba en las acacias los flecos dorados de tu insólita alegría. El ambiente era ciertamente jubiloso. Hasta que, de pronto, alguien mencionó un hecho luctuoso y tu alma se quebró; recordaste algo triste. Se asomó tu hija ya muerta al acantilado negro de tus ojos  y en tu risa se abrió un camposanto de piedad. Entonces lloraste, y rebosaste la bondad, la honda generosidad que te habitaba, hasta quedarte huérfano de luz. Nunca te había visto oscuro hasta ese instante. Solo fueron apenas cuatro segundos cristalinos. Luego, en seguida, el silencio cooperó hilvanando en tu rostro una sonrisa casi amarga. Y, después de cerrar sin prisa el chiringuito, te bajaste hacia casa pegado al horizonte, con un suave perfil de álamo meditabundo trastabillando en un resplandor de piedra.

Así, amigo Juan, es como hoy te he recordado, cuando hace unas horas he pasado junto al hueco en el que, antaño, se alzaba el chiringuito que tu gobernabas con gracia. Y en las gotas de lluvia fínísima, tan cálida e inocente, que mojaban mi rostro he olido tu bondad, la sencilla ternura de tu voz cuando llamabas a tus viejos amigos aquellas tardes luminosas para beberte el verano junto a ellos. Por eso, tal vez, he vuelto la vista a las acacias, tan ebrias de otoño, cansadas de humedad, y he brindado por ti, por tu ausencia que acompaña. Después, regresando ya a casa, he creído ver tu perfil de olmo frágil volviendo de aquel tiempo, y me he detenido en el frío, y he llorado.      

lunes, 12 de noviembre de 2012

La pobreza




De nuevo, la pobreza como un cuervo está oteando en la paz de mi horizonte. Viene cansada, oculta en el gabán de los que roban almas y se alimentan con el cansancio de quienes se arrodillan con los bolsillos llenos de silencio y la mirada llena de preguntas. La pobreza es serena y andrajosa. Huele a ceniza, al frío bajo un puente, a la miseria que ceba el poderoso y a la inocencia que arde en el desahucio movido por aquellos que alimentan, con un desdén glorioso, la desdicha.

A mí me duele y ciega su fulgor. Es la pobreza que hociquea en la mansa luz de los que solo esperan descansar después de batallar contra el olvido, la misma que resbala en la mirada perversa y azulada de los príncipes que habitan los salones dieciochescos en los que nunca se adentrará el amor ni la ternura de los desprotegidos. Nada ha cambiado: es la misma que en mi infancia acariciaba el dolor de las pellizas, aquellas que la escarcha bendecía al lado de una hoguera fraternal, en las cocinas sin luz de los pastores, donde se oía el gemido de las ánimas alzando su plegaría al universo.

Jamás me olvidaré de la pobreza: sus pies de musgo no han parado, desde entonces, de caminar al compás de la penumbra. Y ahora vuelve a buscarme como antaño, igual que tantas veces me ha buscado, para hilvanar su tela de óxido y dolor en las concavidades de mi espíritu. Y ya no puedo ni sé cómo evitarla. Me arriesgaré a buscar cobijo en ella, pues nada podré hacer de aquí a unos meses -cuando me arrastre el brumoso río del paro- que no sea abandonarme en la humedad, perfecta y circular, que la pobreza deja en los ojos sin fondo del que espera no más de la caricia de una mano que pueda soportar sobre el silencio el peso alegre y suave de una nube.

viernes, 2 de noviembre de 2012

Un año después



Hace hoy justo un año que empecé este blog. Recuerdo que era de noche y llovía mucho, tanto que mi corazón se humedeció y acabó empantanándose de imágenes sublimes que remitían a la muerte de mi padre y a las huellas que en mí dejó su ausencia grávida. Esa noche, mientras escribía, escuché en mí los pasos de un niño huérfano avanzando por una espesura de olvidos y deserciones.  Delante de mí cruzaron los ojos de una sombra que me miraba sin reconocerme y la luz de una tarde olorosa a manzanilla en la que sentí el abrazo de mi madre. Al terminar la entrada percibí un murmullo de niños labrando mi conciencia, unas palabras teñidas de un fulgor que pertenece a un mundo clausurado.

Hace justo un año, digo, comencé a escribir este blog. Desde entonces han pasado en mi vida muchas cosas; algunas de ellas ciertamente negativas: mi desencanto es mayor, mi soledad hoy contiene más barro, más lágrimas y ortigas. Pero también es verdad, por otro lado, que un año después he aprendido que en mi vida caben no más de un puñado de personas: mi mujer, mis hijas, una parte quizá de mi familia y un número ínfimo de amigos verdaderos. Y, a la vez, también caben las nubes de mi tierra, un par de caminos que siempre llevan a mi niñez, las letras escritas en el adiós de algunas tumbas, el silbo de un mirlo (al que voté en las elecciones), un puente dormido, la muerte de mi padre -siempre llena de vida- y la lluvia, ese temblor del otoño escribiendo en mis ojos la humedad de un espacio perdido que he reencontrado aquí en mi blog, resucitando colores desvaídos, sonidos cruzados por la lentitud del agua cayendo en las gárgolas de mi corazón, en los solitarios campos de mi espíritu que, un año más tarde, después de algunas lluvias se sigue llenando de árboles, de frío, y de voces lejanas que aún me dicen que estoy solo, pero, a la vez, más feliz y acompañado por la humedad de unos labios que no fallan, en los que, cada día, hallo mi abrigo.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Tumbas


Bajo una luz de plomo efervescente, el camposanto adquiere en la mañana una extraña inocencia de reino melancólico en el que se mezclan los rostros de los muertos con las apagadas voces de los vivos. Percibo siluetas y tenues bisbiseos de un barullo de gente que entra y sale del recinto. Me atrapa su atmósfera antes de llegar. No sé qué transpira este mágico lugar para sobrecogerme de este modo. El respeto a la muerte se anticipa a mis pisadas y se adhiere a mis ojos con su arquitectura fúnebre: un andamiaje de olvidos y emociones que conforman la grama de mi melancolía, donde aova sin prisa el gusano de la ausencia dejando en mi alma un lento escalofrío.

Una tórtola turca coquetea con el aire agujereando el tiempo con su arrullo. Su sonido me lleva a otras edades y a otros cielos. El camposanto se abre al noroeste, mostrando a lo lejos un cuadro de árboles celestes en cuyas copas se asienta el horizonte, una línea de cuarzo en la cálida llanura pespunteada por manchas de bromuro. Atravieso la puerta al lado de mi hermano. Por un largo pasillo, los cipreses nos escoltan como si fueran niños larguiruchos a punto de entrar en una oscura adolescencia protegida por el misterio de las nubes.  Mi hermano no habla, calla, sosteniendo en su claro silencio una eternidad visible.

Vamos pisando recuerdos, lentas sombras, viejas voces de muertos que no terminaron de extinguirse.  Mis abuelos, mi padre, Antonio Moreno, Hilario, Lolo, Quintín, Sallavera, Palomo, tantos nombres... Es como estar recorriendo los pasillos de un pueblo ya muerto pero aún vivo en nuestra sangre. Mineros, pastores, médicos, maestros, labradores del aire, voces de un casino eterno que reúne en mi alma la esencia de aquel mundo. Pero hoy ya no queda nada de aquel pueblo escrito en la eternidad: ya sólo hay frío en esta mañana celeste de noviembre donde los rostros, las voces, las pisadas de un ayer muy remoto son niebla, barro y musgo, inscripciones de nieve en el mármol de las tumbas.

sábado, 20 de octubre de 2012

La llamada de Santos



Llovía delicadamente en la ciudad. Fue hace pocos días, no más de una semana. Madrid, bajo el manto gris de la llovizna, sumida en un denso barullo de paraguas y el brujuleo nervioso de los taxis, era un negro zarzal con rosas fluorescentes. Aún gravitaba en la esquina de una calle (la carrera de San Jerónimo, al final)  la huella feliz de una rebeldía sin mácula, el olor de una lucha hilada por el ánimo de una juventud que envejece sin futuro, con los ojos doblados por la incertidumbre escrita en la durísima cáscara del miedo y en el pálido enigma de una incierta libertad a la que, últimamente, desean segar los pies.

Avanzaba despacio, ensimismado en la derrota de un Madrid maquillado con las sombras de un ayer al que, hoy más que nunca, no quiero regresar. A unos pasos de mí, había dos leones minerales vigilando, sin ganas, la orfandad de unas columnas coronadas por un desaliento tosco, abrupto, al pie de un palacio olvidado por la luz.  Solo pude mirar la estampa un breve instante. Me asaltó de repente un dolor ferruginoso y me dejé llevar como una sombra por la ciudad sitiada por el frío. En su resplandor magnético cabía todo el silencio enquistado en esas horas donde la herrumbre de un sueño se eterniza en los húmedos bancos de un parque deshojado, abandonado a la suerte del otoño, por el que últimamente ya  no cruza nadie que no sea el oscuro perfil de algún mendigo o una prostituta herida por el viento que sopla en las faldas del anochecer.

Bajo la lluvia, Madrid se hace más tenue y adquiere un matiz de señora endomingada que pasea refugiada en su abrigo de cheviot, con la viudez marcada en sus mejillas. Cuando llueve, su espíritu dulce y quejumbroso te acaricia despacio y te llena de silencio. Costaba adentrarse en el vientre de la noche, zarandeado por la emoción del vértigo que recorría las plazas más solemnes. En la ingravidez de un romántico edificio mis ojos rozaron la elegancia de dos cuádrigas galopando en la húmeda paz de la penumbra que cosía los intersticios de un gran cielo en el que, a veces, dormitan los relojes que miden el tiempo de la desolación.

Luego anduve sin prisa, crucé varias calles bulliciosas y, al final, me adentré en la serenidad del Ateneo. Rodeado de algunos amigos y familiares, después de una amena tertulia, conseguí encerrarme en mí mismo y olvidarme de Madrid contemplando la lluvia que tamborileaba fuera y alfombraba la calle con su calidez de amianto. Tan concentrado y cerrado estaba en mí que, al principio,  no oí la llamada de mi móvil. Pero cuando, al fin, lo tuve entre mis dedos la voz clara de Santos, como un pájaro de luz, quebró velozmente mi agridulce enclaustramiento y me devolvió a la realidad más pura.

Me llamaba de lejos, de un rincón mediterráneo (hace ya muchos que vive en Castellón), pero en sus palabras, tan próximas, tan cálidas, parecía resbalar la llovizna de Madrid que, en aquel instante, rozaba los cristales del ventanal que abriga el Ateneo y lo despoja de todo el artificio que reverbera en alguna de sus salas. En las palabras de Santos había dulzura. Sentía a mi amigo no lejos, sino cerca. La voz de Santos Palacios Caballero, tan firme y tan pura como el fondo de su alma, donde no caben la envidia ni el olvido, sino el amor, la ternura y la esperanza. En su llamada venía un torrencial carrusel de emociones, de imágenes perdidas, de confesiones y juegos infantiles, de paseos otoñales, de libros y canciones, de sueños adolescentes hechos de arcilla. Había muerto su madre apenas dos días antes, pero Santos la revivía en sus palabras, la levantaba despacio entre sus labios y me recordaba a mí su dignidad, la honradez luminosa de una mujer de pueblo, de nombre Cristina, siempre armónica y humilde, siempre feliz y orgullosa de su hijo. Él, un hombre coherente como pocos, que supo dinamitar la realidad oscura y fatal, claustrofóbica, del pueblo que, a veces, no comprendió su diferencia, la luz que flotaba en su espíritu genuino, en su alma sensible, azul y violeta al mismo tiempo, el alma de un hombre honesto, limpio, justo, donde siempre hallaré el amigo insobornable, el azul de la infancia, el aire cristalino que aún levanta en la noche un tiempo hecho pedazos que él recompone y revive con su voz aferrada a un espacio habitado por la luz.


miércoles, 10 de octubre de 2012

Tras la tormenta



Todo lo que escribo suele gestarse en mi interior mientras voy caminando a solas y en silencio, pendiente de todo y, al mismo tiempo, aislado. Es como si al caminar sin prisa alguna el exterior se filtrase por mis ojos y en mí se adentrase de un modo imperceptible, sin que yo sea consciente de que en mi alma estremecida van tomando acomodo higueras y guijarros, norias, nubes, caballos, huertos viejos, paredes con musgo, albercas  y gorriones. La inspiración casi siempre acude a mí mientras me encuentro andando, en movimiento: las ideas se acoplan al ritmo de mis pies y las huellas que voy dejando tras de mí van invitando al mundo a que me habite y se acomode en mi alma sin estrépito, de una manera tierna, sosegada.

No hay ni un solo día en que, al avanzar ensimismado, no me asalte una frase y se ponga ante mis ojos, delante de mí, como una sombra iluminada por un resplandor feliz de terciopelo. La inspiración tiene mucho de paseo, de amena vereda por la que nunca pasa nadie. Pero, por otro lado, es traicionera y, más de una vez, si te asalta por sorpresa, es como un puñetazo de melancolía que se te queda grabado en las entrañas, un crujido que alza la luz polvorienta de un desván donde ya sólo queda el recuerdo hecho cellisca. Cuando esto sucede, siento un dulce escalofrío y, después, de inmediato, el mundo adquiere un nuevo orden  y se reorganiza despacio en mi interior igual que un museo en el que, al fin, penetra el sol dotando de vida, de una inmensa claridad, las  piezas oscuras, siniestras, que lo abarcan. La inspiración es, al fin y al cabo, eso: iluminar lo oscuro e inasible con un reflector imponente de palabras que forman dibujos sublimes al enlazarse de una manera nueva, prodigiosa, que ni siquiera puede uno explicar.

Hoy, esta noche, de nuevo lo he sentido al asaltarme una frase por sorpresa. Y ha ocurrido cuando caminaba hacia la ermita por el paseo que se hunde hacia el noreste escoltado por una procesión de árboles.  Hacía muchos días que no sentía necesidad de expresar metafóricamente el exterior y mis paseos eran lánguidos, muy tristes, como el transitar siniestro de las nubes que avanzan sin fe en la púrpura del cielo proyectando en la tierra, a la par de sus siluetas, la faz penumbrosa de una pertinaz sequía que araña los campos con su decrepitud.

Es la misma sequía que inundaba mi interior paralizando mi inspiración, doblándola como se dobla la luz que arde en un patio al traspasar un oscuro ventanal. No obstante, esta tarde ha sido diferente. Estaba en mi casa, derramado en mi sofá oyendo el violento galope de los truenos que venían del oeste azuzados por el viento como una jauría de perros apaleados. Y, de golpe,  llegó una ráfaga de lluvia  llevándose el último sol de las paredes, envolviendo la tarde en su letanía de amianto. Bajé las persianas y me puse a escuchar música, pero hubo un segundo en que murió la luz eléctrica y acabé, sin querer, abrazándome al silencio.

Una hora más tarde, después de anochecer, el cielo se abrió como un bastidor de estrellas. Y salí a caminar por el exterior del pueblo, sorteando los charcos, hacia el paseo de la ermita. Me adentré en la penumbra como un pábilo encendido por la húmeda brisa que rozaba mis pestañas y movía las últimas hojas de los árboles que aún resisten a un lado y a otro del trayecto. Y entonces acudió de pronto: fue una frase, un zigzagueo insólito de letras, de tenues palabras, martilleando en mi interior con un estrépito insólito de lirios pisados por los zapatazos de un gigante.

Así fue surgiendo este texto que ahora escribo mientras absorto percibo las huellas sigilosas de la medianoche acercándose a mis sienes. Es el tenue milagro de la inspiración, la pequeña y sutil ebriedad que vivifica el páramo gris en el que estaba ya instalado hasta que, al fin, la tormenta reventó dejando un misterio magnético en el aire, y yo respiré las frases que dibujo con el alma casi de puntillas, sosteniendo las sombras que corren despacio y juguetean yendo y viniendo de un lado para otro en mi cabeza, en mi sangre, en mis pulmones, levantando emociones, silencios que ahora hilvano con la perplejidad que en mi interior, como aves muy dulces, levantan con su vuelo hecho de barro y lluvia estas palabras que ni siquiera ya me pertenecen porque, al salir de mí, se vuelven frágiles y tiritan de miedo, de soledad, de angustia, pues saben que, luego, al final, antes o después, caerá sobre ellas la zarpa del olvido, el trémulo aliento de la oscuridad.       

miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un sencillo postigo



Es solo un hueco horadado en la penumbra de una casa pequeña donde ya no vive nadie, una grieta olvidada en el vértigo del tiempo que corrió sobre ella como un galgo diamantino: aún se observan sus huellas en la puerta ya aherrojada por los manotazos sin tregua de la lluvia y la poderosa carcoma del silencio que barrena el entorno con su berbiquí de olívano. Hoy, es un trozo ya enfermo de madera, enmarcado y lamido por una belleza pudorosa. Pero, a veces, cae el cielo despacio en su estructura y, al tocarlo la luz delicada de septiembre, el postigo se rejuvenece de algún modo y su hueco despide una lánguida alegría que acicala y maquilla la tristeza que lo cubre.

No sé como aún se sostiene y no se ha hundido en el abandono dulce que  lo ampara: todos los que habitaban el edificio que queda tras él se fueron ya hace años. A mí me produce un brutal desasosiego la soledad que rodea su existencia. Siempre me han dado pena esos objetos cercados por un olvido insoportable. Amo las cosas pequeñas y olvidadas en las que nadie se fija ni repara porque rozan la orilla de una inutilidad en la que basan su modo de existir. Casi toda la gente prefiere el arte desbordado de las catedrales y los templos suntuosos, los grandes palacios, las casas espaciosas y elegantes,  al recogimiento de las ermitas franciscanas.

A mí, sin embargo, me agrada lo minúsculo, la honda pobreza de las casitas abandonadas en las que gravita una santidad indómita, una especie de recogimiento transparente que suele adentrarse en aquellos que las miran de un modo muy tierno, con el corazón en vilo. Por eso la sobriedad de este postigo, tan pequeño y sencillo,  tan frágil, me conmueve. Suelo cruzar a su lado con frecuencia, casi siempre fingiendo que miro hacia otra parte. Pero él se da cuenta enseguida y me sonríe con su ojo entreabierto, bañado de ternura, como si esperase de mí cualquier caricia que le ayude a olvidar el desamparo en que se encuentra. Sin embargo,  no puedo: aparento indiferencia, y paso de largo, sin mirarlo cara a cara.

De algún modo, temo que mi ánimo oscurezca si me acerco a él demasiado. Tras la puerta, detrás de su hueco, hay encerradas muchas voces que hoy nadie recuerda pero en mí siguen latiendo con una serenidad que me confunde a la vez que me duele y me angustia enormemente.  El postigo está herido por un bosque de murmullos. Hay en su textura una costra de dolor, una especie de cáscara suave y agridulce donde se amontonan los pasos de los niños que acudieron conmigo antaño a aquella boda en la que la luz era un templo de vainilla que, a la vez, amparaba y amplificaba la pobreza librándola de su costra de infortunio. No hay nada más lindo que la boda de dos pobres rodeados por el resplandor de su familia en el dibujo exultante del verano.

 Recuerdo los novios protegidos por un manto de posguerra mezclada con felicidad de esparto. Yo veía en sus miradas burbujas de sifón, un sutil borboteo de agua con gotas de azahar que endulzaban los pasos de los acompañantes, el celeste jaleo de la pequeña comitiva teñida por el olor de los manzanos florecidos a sólo unos metros de la calle donde la humildad estallaba y se hacía vida.

Aquel día los niños fuimos todos recogiendo las sombras que iban creciendo en el camino de la iglesia al lugar donde se celebraría el convite. Éramos poco más altos que el silencio dibujado en las sillas pequeñas de la casa. Las campanas sonaban a nuestras espaldas cantarinas, como aves de bronce en el aire azul cobalto. Todo estaba trenzado por un resplandor de mimbre. El postigo, antes de llegar, nos guiñó su ojo de claridad virginal y nos sonrió. Podéis entrar, nos dijo amablemente, en un tono de campechanía insobornable. Sin embargo, pasaron en primer lugar los novios; e inmediatamente, detrás, la comitiva. Recuerdo los labios en flor de los amantes libando su amor en un cuenco de madera sobre el que levitaba un vuelo de palomas, la claridad de un cielo casi líquido.

Los niños llevábamos al viento en los bolsillos, ataviados con la vestimenta de esos días en que el verano  jugaba al escondite con las golondrinas en el sueño de las cuadras. Y olíamos muy bien, a canela y a vainilla, a uva de corral, a centeno y pan de higo.¿Por qué olía la ropa de entonces a comestible? No tengo respuesta aún; pero es verdad, yo lo comprobé aquel día, tras la boda, cuando a casa volví con el temblor de los manzanos y los ciruelos del huerto en mi camisa.

La estancia, amable y pequeña, recogida, donde tuvo lugar el convite de la boda, quedaba, y aún queda, ubicada en las afueras, rodeada de cercas y huertos familiares en los que permanece el enigma de aquel cielo: el azul desvaído, difuso y esmaltado, del final de verano que aún encuentro en el postigo que me guiña y sonríe cuando paso cerca de él, invitándome a que recuerde aquella fiesta a la que acudí con el viento en los bolsillos y una tenue inocencia bordada en el tergal de mi camisa infantil donde cabían todas las frutas y las sombras de un verano en el que los novios aún seguían siendo jóvenes y los muertos más dulces aún no habían envejecido.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Lhardy


Nunca, ni una sola vez, he comido en Lhardy. En ninguna ocasión he pasado por allí ni he aspirado el aroma de ese restorant sagrado que muchos escritores y artistas de renombre citan en sus entrevistas literarias como si fuese un templo gastronómico, un lugar donde la cocina se hace hojaldre vestido de Armani,  croqueta celestial. Para ser famoso en el mundo de las Letras y aparecer a diario en los periódicos, uno debe, sin duda, haber yantado en Lhardy, donde dicen se come un cocido inigualable, o, en su caso, entender de ese otro arte culinario que se inspira en la magia sublime, simbolista, que adoba los platos del gran Ferrán Adriá canonizados en las salas de su Bulli que, según las crónicas, ya ha desaparecido o su creador, al menos, ha abandonado mitificando el nombre del local.

Soy consciente, ya digo, de mi imperdonable error. Pagaré muy caro no haber estado en Lhardy. Estoy convencido de que soy un ignorante por no haber almorzado en los comedores deciochescos junto a periodistas  famosos, de alto estanding,  y no haber aspirado el aroma elegantísimo que a la entrada despide su amable samovar.

Soy un hombre cateto, rudo, pueblerino que sólo entiende de pájaros y de nubes.Nunca seré un escritor reconocido, uno de esos que habitan la pomada literaria y caminan descalzos por los suplementos culturales en los que sus libros, a veces soporíferos, conforman el peaje -a modo de adoquines- que sirve para ascender sin miedo alguno por la efímera rampa de la inmortalidad.

Nunca apareceré en libros de texto, ni mi nombre figurará en antologías cinceladas por académicos eruditos que miran el campo como si fuese un mar de estiércol navegado por gente inculta, sin barniz ni una mínima huella de modernidad. Según su criterio, soy un escritor agrario, un poeta dormido en un páramo de niebla que, a veces, los mirlos alimentan con su hueco de desesperanza abierta en el azul.

Siempre habitaré la cáscara de olvido que cubre la ausencia de los poetas provincianos a partir del instante en que dejan de existir. No sé utilizar los cubiertos de oro o plata. Mi cuchara es de palo y mi tenedor sujeta el temblor de los cárabos en un lento anochecer en que las retamas son sábanas de luz.

No obstante, tampoco abomino de la urbe. Me deslumbra Madrid; es verdad, lo reconozco: al adentrarme, a veces, en la Gran Vía, me siento como un petirrojo abandonado en un bosque habitado por corbatas de neón. La puerta del Sol para mí es el universo, un prado infinito donde pacen multitudes de siluetas mordidas por la desesperanza, luciérnagas desbordadas por el frío que apagan su luz en medio del dolor. Más de una vez, pisando ese lugar, he sentido en mi alma el aullido de los parias clamando justicia, igualdad, fraternidad. Pero quienes los gobiernan siguen ciegos. Dentro de Sol me he empequeñecido, mientras mi alma salía de mi cuerpo y flotaba sobre los tejados de Madrid como un pájaro herido por la desolación.

A unos pasos tan sólo de Sol -no lo sabía-, en Carrera de San Jerónimo, número ocho, dicen que se alza el restaurante Lhardy. Alguien me lo comentó hace pocos días; pero yo estoy seguro de que nunca entraré en él: me abruman esos lugares estilizados, cargados de brumas y olores literarios, donde, al final, la poesía es alcanfor y la elegancia es distancia y altivez.

No, nunca jamás entraré a Lhardy.  Quizá alguna vez me acerque de puntillas y me atreva a fisgonear como un chiquillo, temblando de miedo, a través de sus cristales el bullir de la fama, las Letras de alto estanding caramelizadas en un sol de vainilla derramado sobre las mesas de hilo suave, en las que nunca se posará, lo sé,  la pudorosa torpeza de mis manos para pagar, después de degustar las ricas viandas y el vino prodigioso, mi salto a la fama y hallar hueco en los altares, en las listas de éxitos, en esas revistas literarias donde tanto pululan poetas de salón y  novelistas altivos e intratables, escritores con carne de papel cuché.

martes, 18 de septiembre de 2012

Retrato de un camino



La soledad tiene múltiples esquinas y, al mismo tiempo, muchísimas variantes: es como el camino que piso diariamente y nunca, en ningún momento, se repite aunque, a primera vista,  lo parezca. En él cabe un caleidoscopio hecho de olivos y de nubes muy rojas que huyen despacio a deshacerse entre una maraña de peñas que sonríen cuando, a lo lejos, el cielo se desploma como un segador alcanzado por un rayo.

El camino varía a cada instante y se transforma ante el vuelo de un pájaro, el movimiento de una nube o un pastor que regresa al pueblo a última hora dibujado en la línea de una bicicleta ocre. En ninguna ocasión, como he dicho, se repite. Puedo escribir muchas veces sobre él, y nombrar sus virtudes, la gratísima distancia que hay entre mi casa y el bosque en que termina la vespertina paz de su trayecto, pero nunca, jamás, será el mismo camino el que se extienda delante de mis ojos o pronuncien mis labios sorprendidos por la noche.

A mí me impresiona por su singularidad y por la variedad de sonidos y de colores que encierra la luz vespertina que lo abraza. Es un camino pequeño, pero ágil, libre de sombras y alas que susurran en la maraña gris de las adelfas. Me adentro en él por la tarde y su trayecto, aunque, a primera vista, es siempre el mismo, a cada momento va sorprendiéndome y me habla a través de los muchos silencios que lo habitan y tejen su cuerpo profundo, estilizado.

En una línea de tierra se abre el mundo. Y es hermoso tener un camino irrepetible, saber que en su arena cabe todo el universo. Cuando lo cruzo hay un sol llorando en mí: la soledad es la carne de mi tránsito, acompaña mis huellas, las dirige entre paredes y olivos pintados por los dedos de un otoño que, antes de llegar a instalarse en sus dominios, ya está dibujando en los huertos una tristeza que huele a membrillo y arcilla estercolada.

Pero el camino soporta esa tristeza y, a veces, sonríe y se apoya en mi costado facilitando mi lento caminar. Mis pasos, a medida que avanzo sobre él, se llenan de dudas de alondra y de estorninos que buscan cansados un lugar para dormir. Otras veces, detengo mis pies ante el olor de una llamarada intensa de poleo que surge brutal a la orilla de un arroyo. Y, en esos segundos, mi vida se detiene y, luego, corre hacia atrás llena de vértigo. Si cierro los ojos, el olor dice mi nombre con la voz de un niño escondido entre las fresas de un huerto pequeño que hay al alcance de mi mano.

Piso guijarros, raíces, briznas tímidas de un campo amarillo, pobre y cuarteado mientras regreso a casa en soledad y el camino me guía en la frontera de la noche en completo silencio, ofreciéndome el fulgor delicado y efímero que aún flota en sus paredes. Jamás me traiciona. Es un sendero marginal, uno de esos caminos por los que el viento pasa a veces pidiéndole al cielo perdón, como un mendigo transparente y fugaz que ha perdido su sombrero y ha dejado su alma olvidada en un tejado. Como otras veces, esta tarde lo crucé, pero mi espíritu aún sigue en movimiento y, dejándome solo, sale a pasear. Ahora mismo, lo veo avanzar fuera de mí, atravesando y sorteando los recodos de una línea de arena profunda, inabarcable.



viernes, 14 de septiembre de 2012

Dos corazones de hilo



No había en aquel tiempo otro edificio como el vuestro, en el que el silencio doraba el comedor, al final de la tarde, con su manto de vainilla y las sillas bailaban poco después de oscurecer, cuando el abuelo volvía envuelto en sombras y tú te quedabas esperándolo en el frío. A la entrada del patio aleteaba una bombilla que, a veces, encendía la lluvia del invierno. El abuelo esperaba siempre esa señal. Cuando esto ocurría, tu mal genio se apagaba.

No he visto jamás unos encuentros como aquellos en los que la luz hablaba por vosotros. A ti, abuela, llegaba un pudoroso resplandor que cambiaba tu rostro deprisa, en un segundo: la ternura ocupaba la mueca de tu enfado y tu esposo reía, entonces reía suavemente, de un modo muy tímido, como si, por un instante, pidieran perdón sus ojos y sus mejillas arrodilladas, dobladas sobre el aire que almidonaba el calor de la cocina donde una humilde sartén chisporroteaba movida por un espíritu celeste.

Hoy comprendo que el vino, el vino del abuelo, agriase tu hermoso carácter aquellas veces que él regresaba a casa con el frío engarzado en su lengua y la niebla apelmazada, como un trasto viejo, en el temblor de sus rodillas. Había un hilo muy frágil cosiendo vuestros corazones en aquellos momentos difíciles y, a veces, el silencio lloraba por ti: sonaba el viento, un viento lluvioso, en tu mirada dos minutos, pero, enseguida, el perdón volvía a ocuparte. Me gustaba aquel modo tuyo de esconder tu resignación en un pañuelo húmedo con flores de almendro y manzano en sus esquinas.

Había mucha esperanza en vuestros desencuentros.  Yo a veces llegaba y os veía distanciados -percibía tus reproches en los ojos del abuelo-, aunque, al instante, al verme camuflabas tu pequeño dolor en un gesto hecho de azúcar. Tu tristeza se disipaba ante tu nieto como una nube en los labios del verano. Siempre, al verte, encontraba en tu amor vuelos de pájaros. Te crecían las rosas de mayo entre los dedos, unas flores muy dulces, como hojuelas de limón que encendían mi alma cuando entraba en la cocina y me recibía el sonido de tus brazos apretándose a mí. Entonces yo era líquido y me derramaba un segundo interminable en la crujiente paz de tus pupilas. En tu toquilla de lana había un olor de roscos de anís que casi me embriagaba. Nadie endulzaba las penas como tú. Ni tampoco nadie dejaba tanto azul, cuando le perdonabas, en los ojos del abuelo. Erais dos corazones de hilo, dos tormentas llenas de un fragor pequeño, diminuto, y, un segundo después de estallar, os apagabais rozados por una paz de muselina.

No había un edificio en aquel tiempo como el vuestro, una casa espaciosa en la que correteaban los recuerdos  jugando entre las macetas al escondite. En vuestro edificio cabían muchas sombras, algunas ausencias y bastantes alegrías: el tío Julián, con su enfermedad nerviosa, la tía Emilia cosiendo los prados de un mantel, los enfados del tío Rodrigo, las tías muertas (la dos Rosalías que se llevó la noche) y el jadeo de mi padre, vuestro hijo primogénito, regresando al final de la guerra con un aire cenizoso y plomizo pesando en sus pulmones. Y hoy que no estáis recuerdo vuestros nombres, Alejandro y Matilde, posados sobre el agua de mi soledad que tanto os necesita. Y aunque nunca volváis a estar en vuestra casa, cuando a ella regreso siempre os hallo en los rincones, fundidos en el aire, en el olor de los retratos, en las figuras que adornan la vitrina que observaba asombrado cuando era un chavalín y me envolvía el vapor de la penumbra con su agria textura de terciopelo mustio.

Vuestros corazones de hilo permanecen cosidos por los sonidos de aquel tiempo, por el aleteo de esa eternidad que hoy derramáis encima de mis ojos cuando entro a la casa y, al llegar a la cocina, percibo un aroma delgado, fantasmal, de roscos de anís en una luz de porcelana que cubre la estancia en que antaño discutíais, como dos niños tristes, en medio del invierno. Hoy me siento un  fragmento de vuestra eternidad y me dejo coser por el hilo del amor que zurció noblemente el dolor de vuestras vidas, por eso me escondo en la paz de vuestros nombres, Alejandro y Matilde, me encierro en vuestros ojos, y, al cerrar los míos un instante, siento en mí el calor de vuestros murmullos consolándome y el temblor de vuestros recuerdos sosteniéndome como si todo fuera como entonces y, de pronto, la vida volviera a su principio.

sábado, 8 de septiembre de 2012

Lisboa


No fue aquel un viaje turístico común, sino otro más bien espiritual e intenso. No iba, en principio, a Lisboa, sino a Fátima.  Por eso se desplazó mi corazón y el resto de mí se quedó olvidado en casa, como un gato tumbado en la humedad de una cocina, ronroneando junto a los fregaderos. Cuando arrancó el autocar se despertó la otra parte de mí, pero ya no hubo remedio. A Lisboa viajó sólo el niño que quedaba oculto en las galerías de mi sangre. Así, de ese modo, al final hice el viaje, con los pantalones sin luz de mi niñez, envuelto en una camisa de inocencia.

No sé por qué escribo hoy de Portugal y de aquel viaje lejano y misterioso; puede ser que lo haga porque anoche releí -como todos los días- a Antonio Lobo Antunes, el mejor escritor portugués de todos los tiempos.  Siempre que me hundo en su prosa hago un viaje hacia el corazón de una tierra adormecida, oculta como un campánula en un sueño hecho de casas ahogadas por el barro.

Por eso quizá he revivido aquel viaje. Me gustó aquella tierra pobre, herida, humilde, hecha de remiendos y adobes, de poesía. Muchos de los que aquel día me acompañaron ya no están en el mundo, aunque su alma sigue atada -recuerdo a Simón- a los cielos portugueses, disuelta en las manchas gráciles, levísimas, de las viejas gaviotas flotando sobre el Tajo como niñas que  han hecho novillos en el colegio y temen la reprimenda de su madre al volver a casa con manchas en el vestido. Por eso la luz aquel día estaba arriba, sonriendo entre nubes, y no bajaba al suelo.

La ciudad tendida al final de un puente blanco era un jazmín desmayado entre las líneas de una mano gigante. La impresión de aquella estampa enigmática y tierna aún no me ha abandonado. Recuerdo que Portugal aún no era Europa y España era sólo una monja puesta al sol que rezaba todas las fiestas de guardar y se creía mejor que su vecina.  La verdad es que no sé si aún sigue rezando para que alguien baje del cielo y la rescate. Hoy las dos vecinas viven en la indigencia.

No me importa ya Europa, quizá antes me importaba; pero ahora ya no, hoy quiero volver a aquel viaje y tenderme, de nuevo, en las voces de vainilla que me acompañaron un limpio amanecer con miles de lirios abriéndose a lo lejos. En la ausencia hay también gotas de dulzura, y Lisboa, al llegar a ella y penetrarla, me pareció una novia triste, ausente, esperando la mano de un novio que no acude. El puente Vasco de Gama quedó atrás y, agarrado a las voces de mis acompañantes -el cielo aún seguía hervido de gaviotas-, respiré el halo histórico y sepulcral, impregnado de musgo, de algunos monumentos: el dedicado a los Descubridores, la hierática y firme Torre de Belem, la Catedral, el foso del Castillo... Pero lo que buscaba no se hallaba en esos sitios, o al menos no lo veía y ascendí, subido en el aire de un funicular, a la vieja ciudad que se alzaba como un sueño entre edificios decrépitos y románticos. Bares, casinos, bancos decimonónicos conformando un alma de piedra con su engrudo de humanidad arcillosa, casi gris.

Me cansé de buscar a Pessoa -¿dónde estaba?-, su eterno olor de casino trasnochado aferrado a los versos de sus heterónimos debía hallarse sentado a las puertas de algún bar; sin embargo, al final no encontré a Álvaro de Campos, ni a Alberto Caeiro, sólo vi la lentitud de los viejos edificios, cargados de nostalgia, subiendo a mi lado por la ciudad vencida y rota, sumida en la oscuridad de sus leyendas, hasta que llegué a un oasis de verdor: una especie de parque temático, un retiro apretado de árboles, una especie de jardín deciochesco y amable en el que entré sintiendo el beso, el abrazo gozoso de las plantas y los arbustos que me iban sumiendo en su selvática humedad, dentro de un silencio verde y cristalino.

Y ahí, momentos después, hallé el sentido de la eterna Lisboa que descansa en lo sagrado, en el aura mágica y densa de sus príncipes, de sus reyes de piedra, de sus viejos monumentos. Esa imagen la vi enclaustrada en un faisán, un enorme faisán real que aleteaba, semilibre y feliz, entre los setos y los arbustos dibujando un pequeño arcoiris en la espesura delimitada por suaves torreones.

Seguí su grácil silueta con mis ojos durante unos minutos; luego, caminé por aquellos pulmones limpios de Lisboa, y, al bajar de nuevo hacia el Tajo, dentro al fin de un funicular amarillo soñoliento, vi a Pessoa volar como un gorrión por los tejados: su bufanda rasgada en un cielo alto y limpio saludando y diciendo adiós a los viandantes. Cuando regresé a casa, la tarde cojeaba alejándose llena de andrajos hacia el poniente. Me quedé con su resplandor lleno de niños y de pardas siluetas entre estatuas de oro y bronce. Ahora, al leer de nuevo, a Lobo Antunes, este mediodía pegajoso de septiembre, aquel lento viaje recorre mi interior y me trae la voz, ya enterrada, de Simón y las de otros viajeros que aquel día me acompañaron sobrevolando el puente del río Tajo como gaviotas tristes, doloridas, soportando en su vuelo el cadáver silencioso de una vieja ciudad dormida en la poesía, en la tristeza solemne de sus torres y en sus calles que suben, mordidas por tranvías, en un resplandor de piedra hacia el oeste.

martes, 4 de septiembre de 2012

Comandante Ríos



La fatiga del viento, el miedo de los montes y el dolor de los chopos doblados por el aire me acercaron anoche el hueco de tu muerte.
Nada será lo mismo con tu ausencia cubriendo los círculos de esta desolación que ha penetrado en mi pecho por sorpresa,  como el latigazo blanco de la lluvia que restallaba en la paz de los caminos desoladores y abruptos de la sierra, aquellos que me conducían  hacia tu imagen de hombre valiente, honesto y solidario, curtido por la nobleza de la lucha que sostuviste contra la dictadura sin desfallecer nunca.

Maestro de las sombras que iluminabas mi alma con la herida que en tu hombro clavaron los perros de la  patria. Un murmullo de otoño conduce tu sueño entre las zarzas y los amargos recodos de la historia  de este viejo país que abandona en las cunetas de ceniza y silencio la verdad de los vencidos.

Algunos mastines negros ladrarán en pos de tu muerte. Son los mismos que cerraron tu juventud luminosa en una jaula cuando todo era oscuro. No perdonan los cainitas.
Intentaron tapiar un día tu corazón; pero tu amor creció en el pueblo llano y en las calles de tu valentía se durmieron más de una noche todas las estrellas para acunar la pobreza de los niños que, al igual que tú, huyeron de sus casas para encontrar el germen del amor y la libertad verdadera.

Siempre fuiste aquel muchacho olvidado en la espesura, rodeado de balas, que nunca envejeció y guardaba la luz de su pueblo en un bolsillo.
En el aire del Viso aún siguen volando los vilanos de tu blanca memoria como lentas golondrinas buscando la claridad de aquellos cielos que tu voz pintaba de rojo en el crepúsculo.

Al mirar la sierra este mediodía siniestro veo temblar las lágrimas tiernas de los árboles evocando el dolor, la luz de tus pisadas que aún nadie ha borrado.  Capitán feliz del  agua que cruzabas con el corazón la voz del río y sostenías el hambre entre tus ojos como si fuera un pez resbaladizo que nunca se iba antes del anochecer, cuando el viento acercaba el trajín de los tricornios y los cerros tendían sus barbas de penumbra para cubrir tus pasos sabios, ágiles, guiados por la rebeldía de la luna.

A esta hora no sirven los huecos epitafios ni tal vez las palabras desgastadas por la bruma que levita y fermenta en la voz de esos políticos que han dado la espalda al pueblo y regurgitan su soberbia insomne en el rostro del humilde. Tú nunca fuiste político: jamás te interesó vestirte de poder, ni te cegó la quincalla del dinero. Tú aspirabas sólo a ser libre y a volar sobre un mundo más justo, fraterno e igualitario, donde  no existieran los pobres ni los ricos.

Y hoy que no estás, subo hasta tu muerte y me hago ortiga en la tierra,  lloro en ti, sobre el ángulo roto, agridulce de tu ausencia. Descansa en paz, comandante José Murillo, y que la luz que dejaste aquí en la tierra nos ampare a todos y nos bañe tu memoria, mientras tu alma cruza cargada al fin de estrellas, despojada de sombras, el río del infinito.

domingo, 2 de septiembre de 2012

Luna de septiembre


Por el oriente, entre nubes como lápidas, hace sólo unas horas la luna fue una grieta de dulcísimo mármol. Me impresionó la paz,  la santidad que latía en su blancura.
Luego la grieta fue redondeándose y, minutos más tarde, se elevó sin sobresaltos, levantando en su vuelo el cuerpo ocre de septiembre sobre un horizonte de olmos cenicientos que almidonaban la espalda del crepúsculo, el silencio amarillo que aún latía en el ambiente y dejaba un temblor polvoriento, dolorido, en el cansancio sin fondo de los cerros.

La brisa, algo fresca, endulzó mi soledad. Vi a lo lejos marcarse, tras la sangre del azul, el dibujo de cuatro garcillas de oro y música. En ese preciso instante, respiré y sentí que mi yo no estaba, se había ido.

Todo se fue oscureciendo alrededor y, a la vez, aclarándose delante de mis ojos en una reverberación de turmalina. Ahora el olor de los campos llega a mí envuelto en el blanco jadeo de los juncos que la luz de la luna acaricia. Suenan grillos y, al pie de mi casa, en un charco artificial, croan sin fe las ranas. No muy lejos, el fantasma del viento es apenas un susurro en el tejado.

El olor de septiembre, en esta noche majestuosa astillada de luna, invita a meditar. El otoño que aún no ha llegado está presente en todo lo que percibo en este instante. Ya empieza a hacer frío y de aquí a no muchos días en la luz temblará el amable cadáver del verano.
Las ideas giran deprisa en mi interior, como ese manojo difuso de murciélagos que, al amor de la luna, traza cabriolas con su vuelo persiguiendo en el aire polillas. Miro en mí. Me siento, a la vez, cerca y lejos del dolor. Qué hago aquí, apartado del mundo, acompañado por el amor candeal de mi mujer y la ternura sin fondo de mis hijas, mientras la realidad ahí fuera es mugre, y el desamparo lo va cubriendo todo con la fatalidad de su melaza.

Le doy la espalda a la luna y entro a casa para poner la tele y conectar, aunque sólo sea unos minutos, con el mundo, con la realidad que ahí fuera está pudriéndose, y observo una imagen sobrecogedora: una hilera de jornaleros ata sus gritos libertarios y valientes al ondear de unas banderas que representan la voz del pueblo llano.
Sin poderlo evitar, atravesado de dolor, cierro el puño del alma, ato los gritos de mi carne, y me uno espiritualmente al ondear de esas voces rurales que claman libertad, justicia, paz, igualdad, fraternidad, en un mundo sordo, siniestro y corrompido, azotado por la iniquidad de los mercados. Y, al unir mi silencio sonoro a la voz firme del pueblo que grita, vuelvo a entrar en mí, y siento que sigo en el mundo, y estoy vivo, en mitad de esta noche tintada por la luna dulce y revolucionaria de septiembre que tiende, como una miliciana herida, su blanca bandera en las tejas de mi casa.

lunes, 27 de agosto de 2012

Cielos de piedra dulce


Nunca os quemará el sol, cielos de piedra dulce,
ni el amor de los montes os robará el silencio
que late en la alegría
de vuestra luz sonora.
Nadie segará nunca vuestra verdad celeste,
la armonía escondida
en vuestros pliegues de aire y en vuestra soledad
que alimenta los ojos
del camino escondido debajo de vosotros
donde sueña el amor
de los días que pasan como orugas de viento hacia un bosque de paz.
Cielos de piedra dulce,
huecos del horizonte
por el que avanza aún mi corazón gastado
en busca de ese azul
que sólo arde en las alas del alto mediodía.
En vuestros pies de viento
se acomodan los árboles, los chopos más antiguos
de la serenidad, los manantiales lentos
y los cuencos de barro
que contienen la luz primera de la infancia
donde aún respira el canto
feliz de la abubilla y los abejarucos trazan surcos de anís.
Nunca os quemará el sol,
cielos de la alegría,
ahora que alarga agosto sus brazos delicados,
tatuados de amarillo
hacia las viñas de agua y mi amor se arrodilla ante la majestad
de vuestro azul cobalto, cielos del corazón,
en vuestra voz regresan todas las despedidas y se abrazan los niños
que el ayer modeló, cielos de piedra dulce,
donde el tiempo no pasa y la luz no transcurre
ávida de inocencia, estanques de aire puro
donde nadan los pájaros
y, en silencio, respiran los pulmones de Dios.

viernes, 17 de agosto de 2012

Golondrinas


Quiero vivir dentro de una golondrina, desplazarme y viajar a otros países sin moverme y mirar el silencio desde la altitud del aire que vigila las casas y los campos solitarios donde aún quedan lagartos y colmenas que no mueren.

Quiero ser golondrina para atravesar el frío y quedarme a vivir, como un príncipe feliz, en el corazón pequeño de una lágrima. Las golondrinas son lágrimas celestes y por eso la noche nunca cabe en su inocencia. Me gustaría esconderme entre los pliegues de sus ojos vivaces o en la tímida oquedad de  la luz que se posa en las esquinas de sus alas cuando atraviesan distancias sorprendentes sin dejar de ser frágiles.

Son espíritus circenses.  Debe ser agradable hacer acrobacias sobre el filo de ese azul imposible que hay en los cielos del verano sin miedo a caer y rozar la pulcritud del horizonte líquido que vibra en la superficie lisa de una alberca rodeada de sombras y románticos nogales.

El reino de las golondrinas está en la infancia. Siempre he soñado salir de la rutina y cruzar lejanías escondiéndome en su vuelo, ser la pluma que ablanda el sigilo de la tarde y acaba posada en los cables de la luz o esa pella de barro dormida en la techumbre de una cuadra olvidada donde ya no entra el calor que desprendía el estiércol de las bestias.

Ellas amenizan el tiempo con el arpa de su canto amarrado a los balcones de la aurora.
Quiero vivir dentro de una golondrina, habitar la pureza del viento en sus pulmones, en los que aún pueden oírse las pisadas del pastor que regresa silbando a la majada con los ojos inundados de estrellas matutinas.

Las golondrinas son monjas de clausura que elevan su vuelo sin abandonar el claustro. Nunca se van del todo: son ubicuas y habitan la luz y la sombra al mismo tiempo. Por eso quiero vivir dentro de su alma y desplazarme y viajar a otros lugares, sin moverme de aquí, de este espacio en el que estoy esperando, igual que otros años, a que se alejen y, luego, regresen de nuevo a visitarnos alegrando el dibujo, el mapa de las calles con mi infancia escondida en la herida de su vuelo.

martes, 7 de agosto de 2012

Las manos más torpes


Nunca me manejé bien con las manos. Ya en los años lejanos de mi umbría pubertad, cuando estudiaba por libre y el silencio era apenas un murmullo de alas grises regresando a la higuera del patio en el lento oscurecer, me ponía a realizar con mis dedos torpes, lánguidos, los trabajos manuales que el profesor me había mandado (frágiles paralepípedos de papel) y yo intentaba armar como podía, empleando muchísimo tiempo en la labor. Recuerdo que siempre hacía los deberes en el comedor, junto a una puerta acristalada, y el color de la tarde que iba muriéndose despacio, arrugándose tras los corrales de humo añil, se me entraba en los ojos dejando en la paz de mi interior un fulgor melancólico imposible de explicar.

Llegaba la oscuridad. Se hacía un silencio trenzado por el tictac de las estrellas y el temblor de la parra desnuda de mi patio, y yo seguía intentando torpemente realizar el trabajo que debía llevar a clase. Pero el desánimo siempre me vencía. A veces, llegaba mi padre y me ayudaba (él siempre fue habilidoso con las manos), o era mi hermana, o mi hermano, quien lo hacía y yo contemplaba absorto, casi en éxtasis, la ingravidez gozosa de sus dedos que cosían el aire con una destreza magistral doblando el papel y, luego, pegándolo despacio, acariciando con gracia su  textura, hasta que el paralepípedo se alzaba, después de una hora, sobre el hule de la mesa como un cuerpo glorioso, un trofeo conquistado gracias a la habilidad de los demás.

Esto solía ocurrir frecuentemente, pero en ocasiones nadie me ayudaba y acababa el trabajo con los dedos pegajosos a causa del pegamento utilizado con una excesiva imprudencia temeraria. Y entonces la rabia y la impotencia me vencían,  caían sobre mí como un granizo incandescente que acaba abrasando la levísima ilusión que yo aún mantenía antes de finalizar la figura geométrica hecha a base de un sudor que se quedaba impreso en el papel y era el nítido símbolo de mi inutilidad.

No hace falta decir que, en mis días de bachiller, no aprobé ni una sola vez los trabajos manuales. Para mí siempre fue una asignatura plúmbea. Por entonces, me examinaba -cómo olvidarlo- en el viejo instituto de Peñarroya-Pueblonuevo, situado a cien metros, o poco más, del Llano, y, más de una vez, al cruzar por ese sitio he vuelto a notar el sudor pegajoso de mis dedos y la misma impotencia que en aquellos días sentí.

Todo lo que he contado queda lejos; sin embargo, hoy mis dedos son tan torpes como entonces. Y me sigue ocurriendo: aún me sigo avergonzando de mi grave torpeza al hacer algo con mis manos. Los trabajos manuales no fueron inventados para mí.  Quien mejor sabe esto es mi buen amigo Gabriel: él, precisamente, me ha socorrido muchas veces y me ha echado una mano a la hora de talar, soldar unos hierros, o poner unas tejas en el tejado. Mi compadre es un tipo, siempre lo ha sido, habilidoso, y vale lo mismo para un fregado que un cosido. Siempre que me veo apurado acudo a él: hace sólo unas horas, no muchas, esta misma tarde, cuando más apretaba el júbilo del sol y sudaban a chorros los tejados y las paredes, Gabriel como siempre vino a socorrerme.

En esta ocasión, fue el simple pinchazo de una rueda. Y es verdad que, de entrada,  intenté como pude solventar el grave problema que se me había presentado. Pero, igual que otras veces, mis dedos sufrían, resbalaban, sudaban como cuando, antaño, batallaban contra los paralepípedos sin fe. Por eso llamé a Gabriel, pues yo sabía que, lo mismo que siempre, vendría enseguida a rescatarme del desastre en el que me hallaba sumergido. Y efectivamente, llegó a los dos minutos y arregló de inmediato el problema con soltura: vi sus ágiles dedos, sus manos curvándose en el aire aferrándose al caucho candente del neumático, y luego, enseguida, encajándolo en su sitio con una prudente y sabia habilidad. Luego de darle las gracias, subí al coche y toda la realidad volvió a ser suave, como lo era antes del pinchazo, y el cielo y el aire y el sol que, hacía una hora, derretía los tejados y sacaba el sudor de las paredes, me parecieron más gráciles, más dulces, gracias al pequeño milagro realizado por los dedos ágiles y sabios de Gabriel. Siempre le agradeceré, y él bien lo sabe, su altruismo sin límite y su generosidad. Las manos más torpes, las mías, han pergeñado llenas de gratitud estas líneas para él.

viernes, 3 de agosto de 2012

Paco Andrada, in memoriam


Te hemos dejado dentro de la luz,
porque la tierra
es luz cuando se llora,
y ésta que te ha cubierto es una lágrima
en la que hemos cabido
al mismo tiempo
todos los que habitábamos tu vida
y con tu muerte hemos sido trigo roto,
las nubes silenciosas que tú amabas
cuando era de oro triste el horizonte y la tierra  amarilla tenía sed.   
No lloverá más dentro de tus ojos,
pero en los míos
crece una maraña
de ortigas maceradas con vinagre
y una ola lenta,
lentísima, de frío
que agosta las cebadas del recuerdo y el aura
de la casa en la que hablabas
como si hubiese arcilla entre tus labios
y modelases álamos de amor que a todos nos cubrían
con su sombra
o caballos románticos que el viento de tu alegría invitaba a galopar.
Pero te has ido y ha enmudecido
el agua
que hablaba cuando tu alma se hacía líquida
y en ella navegaban tus recuerdos, fragmentos de tu vida
que hacías nuestra
dibujando una casa, un campo abierto y un luminoso ejército de encinas
que en los Claveles o las Morras tú guiabas
con tu sonrisa eterna y tus pisadas que destellaban en el atardecer.
Abandonado ha quedado tu sombrero
y tu elegancia blanca se ha llenado de pésames y abrazos conmovidos
de un pueblo que admiraba tu entusiasmo,
tu venerable optimismo, tu alegría, esa campechanía siempre azul
que aquí, en la Tierra, te identificó.
Pero te has ido, te ha deshecho el aire y abandonado
queda tu sombrero
en una soledad que nos protege
y nos vigila desde un más allá
oculto en la quietud de los maizales y las colmenas del anochecer.
Te hemos dejado dentro de la luz,
porque la tierra
es luz cuando se llora,
y aquí, ahora mismo, está llorándote mi infancia,
la edad de la inocencia que me diste. Tu venerable optimismo y tu alegría
siguen conmigo, no me han abandonado,
por eso te recordaré sonriendo, con la mirada bordeada por los árboles
y el rojo de un crepúsculo sagrado
que, a veces, dibujaba en tus pupilas el círculo pequeño de una lágrima
que en ti era alegre, sobria, luminosa
como la paz que tú nos regalaste
y aquí, esta noche alta de verano, es el silencio que abre la honda flecha
de tu alma que alcanzó la eternidad.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Los Claveles


El viejo pick-up, a unos pasos del moral, sincronizaba el tic tac de las chicharras y el cielo volaba entre las piedras de la huerta para aposentarse luego en las albercas y soñar con las ovas. Habito aquella música, y recuerdo el azul: su camisa voluptuosa embutiéndose en la claridad de los manzanos.

La diadema del sol coronaba el pastizal. Había hacia el oriente una charca de agua ocre en la que la soledad chapoteaba. Aún más adentro, el cristal del mediodía como un velo de aceite se extendía entre los juncos, alborotando el lamento de las ranas que mis primas y yo acechábamos sin prisa, habitando las sombras que el silencio edificaba.

Mis primos, unos años mayores que nosotros, recolectaban los tallos del amor, la verdad amarilla y lentísima del trigo. Yo, a veces, cruzaba el dolor del chaparral buscando los nidos sombríos de las tórtolas. La casa, a unos pasos, brillaba y sonreía.

Son rasgos muy bien definidos, indeformables: los ángulos de un paisaje edificado en la inocencia de un niño indestructible. En mis ojos de entonces se perfila una vaguada y un sembrado de avena en el que anidan las calandrias. Lejos, volteando los cerros más agrestes, duele la felicidad de las coscojas agarrando su aroma a viejas piedras de granito.

Había dos canciones que dibujaban la estatura de aquel verano hipnótico e inefable:
"Ella lo tiene todo", de The Kinks, y "Only one woman" de The Marbles.  El edificio, la casa, era grande y en su flanco había un corral en el que de noche bailábamos canciones a la luz de las velas, vigilados por la brisa y por el agraz corazón de las lechuzas escondidas en la soledad de los pajares en los que la luz nunca penetraba.

Al atardecer, más de una vez, llovían las moras y lloraban las sombras ensuciando las camisas.
¿Dónde estarán, después de cuatro décadas, las promesas que el aire encendía en mis pestañas?
Tía Regina y tío Paco entonces eran muy jóvenes y mis primos y mis primas eran frágiles figuras que movía el resplandor febril de la canícula de un lado hacia otro componiendo un pentagrama hecho de moras, olmos y abubillas. A veces, en mis sueños, aparezco por allí: me veo en la sagrada estatura del verano, en mitad de la finca que llamaban los Claveles, y camino deprisa, alegre, sin temor, bajo el chaparral donde aún flota aquel murmullo hecho de avispas y tórtolas de hule.

sábado, 28 de julio de 2012

Soledades


Nadie penetra nunca en mi silencio.
Cuando huyo de mí
hay kilómetros de sombra
que siguen mis pasos para recoger el sol
disuelto en la tierra 
sin fondo de mi olvido que la esperanza antaño acarició.
Nunca vi el cielo tan alto
ni tan lejos,
pero la claridad persiste en mí,
aunque nadie visite el silencio de mi alma.
Soy el músico triste
abandonado en una sala
donde hace un milenio el baile terminó.
Ya no suenan violines,
la orquesta se ha marchado
y la última estrella del cielo se ha hecho gris.
La soledad se yergue como un álamo
hundido en la arcilla
sin nombre de un rincón,
donde la vida fue un pájaro enjaulado
que, a veces, mis dedos rozaron
confundidos
como si el cielo cupiera en la raíz
de una lágrima efímera. No nay nadie en mi dolor,
mi corazón se llena de manzanas
que se pudren despacio abandonadas por la luz
que aún me sigue habitando,
cuando nadie entra en mi alma
y en mi silencio lloran las palabras,
los susurros perdidos, las caricias
que, en la tierra
de mi alma hecha olvido, humedecerá la ausencia
borrando los signos, las huellas del amor.

jueves, 26 de julio de 2012

Un grano de luz


Cada noche, al irme a dormir, se hace visible: un dedalillo de plata cabrilleando entre las frágiles hojas del nogal que se alza a unos pasos del lugar donde yo duermo.

Es, sin duda, una estrella sublime, paradójica. Su ternura late a lo lejos mansamente y, sin embargo, parece que está cerca, sentada en la dulce joroba del silencio que inunda la decrepitud de las encinas. 

Casi siempre aparece cuando las chicharras lloran tendidas en la simetría añil del campo. La brisa, a esa hora, lame el espíritu amarillo de la avena silvestre que escolta la casa donde vivo alargando su aliento hasta mi humilde dormitorio.

El murmullo del viento penetra despacio en el recinto y en las sábanas de la cama cae un murmullo de grillos jugando a la piola con los astros.
De vez en cuando, brota el alarido fantasmal de un alcaraván rajando el aire y es como si crujiera el universo quebrando la inmovilidad de la dehesa, la perplejidad celeste de la noche zurcida por alfileres de hojalata.

En un breve segundo, el espacio muerto adquiere brillo y, de inmediato, parece desangrarse con la cuchillada lenta de un avión que atraviesa el cansancio de la madrugada.
Entre tanto, ella sigue escondida en el nogal, ajena al dolor del mundo y sus miserias.
A veces, se asoma y su guiño llega a mí con una jovialidad que me relaja, bendiciendo la soledad, la lentitud de la noche dormida en el insomnio de mi sangre.

sábado, 21 de julio de 2012

Hombre raro

           

Soy el último hombre que habla con los pájaros,
el que susurra al oído de los búhos
cuando en el campo ya no queda nadie
y en el crepúsculo yace un resplandor que sólo mi alma puede comprender.
Soy aquel que en silencio
ama las ortigas
cuando, al atardecer, vomita el sol
la lentitud violeta de las sombras
que tiemblan como enredaderas de cristal
baja la carpa sin fondo de lo azul.

Enderredor de mi alma
sólo hay frío
pero en mi pecho aún duermen los pastores
y el verano se agita en la palma de mi mano
como un lagarto de cuarzo.
Soy la luz
que a los ladrones del viento les da agua,
aquel que, en la noche, acaricia los nogales
que dormitan al filo de la soledad.
A veces soy un erizo
enamorado
de las estrellas últimas del cielo
y avanzo por las veredas más lejanas,
donde no llega nadie en el invierno
que no sea el lánguido vuelo de los cárabos
o el deambular sin futuro del mendigo
que esconde en los trigos sus lágrimas de sal.

Vivo en el vientre antiguo de las nubes.
Mi silencio es el campo,
el púrpura antiguo que subyace
en las galerías del amanecer.
Soy el último hombre que habla con los pájaros.
Nadie me entiende, por eso tengo alas
y me sigo escondiendo en el alma de los búhos
o en el sigilo de los petirrojos,
en el corazón violeta de las sombras que aún regurgita el sol de mi niñez,
donde aún permanece la única verdad.

viernes, 20 de julio de 2012

El silencio y la furia


Mi hija me llama desde el centro de Madrid y su voz llega a mí envuelta en sílabas de rabia, tatuada por la libertad de las acacias y la umbría deserción de los altos edificios que yo presiento a otro lado del teléfono conteniendo el dolor detrás de sus cristales, junto al poder que acecha en las esquinas.

Me dejo llevar por el eco del bullicio. Vibra un rumor de líquida protesta, de dignidad luminosa que se hunde en la calinosa brisa de Madrid como un alcotán con el vuelo sublevado. La rebelión urbana entra en mi móvil y me siento de pronto inútil, frágil, torpe, con el corazón suspendido entre los árboles que, en este instante, grises me rodean.

Como si un huracán soplara entre mis huesos, voy deambulando entre piedras y retamas. Y mi hija, entre tanto,  enardecida sigue hablándome sosteniendo en sus labios la emoción de miles de almas que poseen la verdad y el estigma de los parias, la sutil transparencia de los desposeídos.

Llegan, junto a la suya, muchas voces reventando la paz que en la tarde me circunda como una pared ingrávida y serena. En mi pecho ondean banderas tricolores, pancartas que gritan por la libertad perdida.

Dentro de mi soledad protesta el mundo.

Entro en la rebelión profunda, ascética, de la gente que grita en la luz de la ciudad ahogada por la orfandad de un bienestar que el soberbio Poder  tala día tras día. Luego, un segundo después, apago el móvil y sigo avanzando a solas por el campo, con los labios y los ojos colmados de silencio, como un naúfrago herido que lo ha perdido todo, disuelto en la respiración de las encinas.

martes, 17 de julio de 2012

Horizonte


Siempre me ha gustado mirar la lejanía, tender la vista en las cuerdas desvaídas del cielo que juega a  la comba con la tierra, donde saltan las nubes viudas de alegría y las torres de arcilla elevan despacio sus siluetas de humildes espigas rotas por el viento.

Siempre me ha gustado dejar mi corazón flotando fuera de mí, entre los cerros que aún pertenecen al mundo de mi infancia, donde tocan su arpa invisible las cigüeñas a la hora del atardecer, cuando más llueve y los pueblos lejanos son orugas de oro lento.

Siempre me ha gustado echar mi pensamiento a volar con los días que hay detrás del horizonte y yo desconozco aún, porque el futuro está hecho de sueños que, a veces, se llenan de campanas que tañen despacio cuando el sol huele a ceniza y las lechuzas del ánimo se mueren.

Siempre he tenido ante mí la claridad de un horizonte limpio, amable, abierto, pero ahora, cuando no existe el porvenir y el futuro es un lobo que acecha entre las mieses, cuando el paisaje que tengo ante mis ojos es una hilera de hombres que no duermen porque alguien les llena de ortigas el corazón, sólo pienso en qué será de mí mañana, cuando los días que aún tengo que vivir estén llenos de hormigas y no tenga a qué aferrarme para diluir esa ronca oscuridad que asoma tras la señal de un horizonte que ya no es el mío, porque ya no queda en él ni un gramo de luz para alimentar el viento, los árboles en los que anidaba mi niñez, la pureza de un cielo que se quedará a mi espalda cuando abandone mi tierra y vaya en busca de  un porvenir que aquí se me ha cerrado hundiendo en mi pecho el crujido de un baúl donde quedan mis sueños, mis ilusiones, la honda estela de los días mejores que a mi trabajo dediqué con mucha ilusión y ya no sirven para nada que no sea para cubrir la esbelta herida de un presente que, con el tiempo, enterraré y sólo podré evocar cuando esté a solas junto a ese horizonte que queda tras de mí diluido como el adiós de un sol que huye entre las colinas de mi alma hacia un abismo en el que los niños y los pájaros se pierden.

lunes, 9 de julio de 2012

Maestro Luis Molina


Sólo alcanzo a ver, si afilo bien la vista, el silencio dormido como un garabato en la pizarra y la voz del maestro como un tábano de luz posándose en la humedad de los pupitres. Mi corazón es la espiga de un instante. Oigo toser el invierno en mi interior como si el tiempo no hubiera transcurrido y el ayer fuese un niño asomado al exterior de un recreo sumido en la  memoria de los charcos.

La visión de esos días en mí es quieta y blanca. Sólo alcanzo a ver la costra de la lluvia y el musgo aferrado a las decrépitas paredes tintadas por el resplandor de las babosas que escalan la piedra como frailes perezosos. Al pie del colegio hay una vieja salamandra escondida entre la hojarasca de aquel miedo que tenía el olor de los tinteros matinales.

Los niños esperamos al socaire de un recinto trenzado por el azul de las palomas y el desolado perfil de una bandera. En nuestra edad no caben las ortigas. Nos abriga el olor del frío, la piedad de la mañana dormida en las carteras, aunque el maestro no ha llegado aún. Tardará en llegar a mi vida varias décadas, porque el que estuvo allí era una sombra. El que vendrá después será el auténtico profesor que no tuve por diversas circunstancias.

 Lo conoceré un día al lado de su ángel, su hija Marisa, y de Provi, su mujer, dueña de una  ternura blanca, lírica, abismada en la realidad como un poema. Luis Molina, el sabio maestro que no tuve, ahora me instruye en su armónico humanismo, un humanismo próximo, celeste, que duerme sobre el corazón sin luz del pobre y la mansedumbre eterna del mendigo que no tuvo nunca un libro entre sus dedos.

Luis Molina es el pedagogo de la luz, el protector de los niños pobres,  frágiles. El que educó al escritor Muñoz Molina, el maestro que aún lleva a Úbeda en los labios y respira el sigilo armónico de Mágina, me ha enseñado a escribir en el viento y a captar la eternidad que cabe en una sombra. Es un lujo tenerle ahora junto a mí, compartiendo ideales y esa clara libertad que le nace muy adentro y se pasea por sus ojos como un resplandor de espigas vespertinas donde se mecen los días de mi niñez, y aquellos cielos tan puros, machadianos de su tierra natal, el azul de Santa Eufemia, que aún pastorea y sostiene en su mirada.

jueves, 5 de julio de 2012

Bibiana Murillo


La que me enseñó a ordenar las viejas sílabas que, antes de oscurecer, derrama el viento en el cansancio ocre de los árboles. Ella era, entonces, la luz de las colinas, la linde amorosa que abraza las veredas y la indolencia amarilla de los campos.

La que supo domesticar las caravanas de langostos y avispas que surcaban los caminos escritos sobre los veranos de mi infancia.

La que encerraba torcaces aleteando en el aire dulcísimo de su corazón, y guardaba un nido de nubes en un bolsillo de su mandil celeste, y me indicaba con su mano de seda la humedad del horizonte cuando el invierno dormía en los serones de los cerros famélicos.

La que siempre me dejaba un puñado de estrellas, un jazmín y un ruiseñor cuando yo tenía miedo al pie de mi almohada para que mis sueños fuesen cristalinos y saltaran las truchas en los lagos de mi alma.

La que nunca se ha muerto, pero un día se murió, se perdió caminando entre las rosas del crepúsculo (de esto ha hecho ahora un año), y no volvió, pero está aquí encerrada en mi pecho como un árbol que da sombra al dolor que oprime mi interior, un dolor que mitiga su ausencia cristalina y el olor de sus ojos que aún burbujean bajo el sol cuando miro las piedras, las nubes, los rastrojos de los veranos que ella se llevó y al mismo tiempo dejó entre mis pestañas.

La que, sin rezar nunca, me enseñó a hilvanar con fe la oración de quien espera, la que flota en lo celeste pronunciada por los vencejos, por los mirlos, por las abubillas del viento y las collalbas. La que hizo de mí el niño que ahora soy y me enseñó a ser humilde como el canto de los grillos que encienden las noches del estío con la verdad luminosa de su élitros.

Ella, Bibiana, mi amiga y mi maestra, la que me educó y me amó como a sus hijos. La que subió conmigo a los castillos que el silencio y yo edificamos en la brisa. La que me enseñó a reírme de los peces y modeló mi interior como una madre.

domingo, 1 de julio de 2012

La esquina del mundo


El pasado es una geometría de pájaros, un dibujo de alas trazando lentos círculos sobre las grietas de mi corazón. A veces llega fundido en un susurro que eriza el silencio enorme que me habita; otras, no obstante, entra en mí sin previo aviso, como el cazador sigiloso que regresa al rincón donde antaño dejó un ciervo malherido entre la hojarasca de la oscuridad. Tengo ante mí la infancia que fue mía desangrándose a un paso de un campo de centeno. El ayer puede, en ocasiones, regresar y camuflarse en la máscara del hoy.

El lugar que ahora habito está lleno de pasado. Vivo, sin darme cuenta, dentro de él. En los últimos días camino, sin prisas, por el tiempo y mis pasos me llevan a un espacio diminuto, un enclave perfecto para oír la soledad y percibir los sonidos de la luz.

Mi abuelo materno, José Andrada, lo llamó "La esquina del mundo", y queda muy cerca de la casa en la que ahora vivo, al pie de un manojo de retamas y de milenarias encinas que se mueren, en las que se columpia la virginidad de un sol crucificado entre nubes de caolín.

Puedo definir el punto exacto del lugar: al sur queda el cementerio de Fuente la Lancha; al oeste, la frente azul de una pared con soñolientas piedras de cuarcita; al norte, la casa de los cuatro eucaliptos; y hacia el oriente, diluido sobre el sueño de un bosque de plata, el arroyo del Lanchar, llevándose el agua que bañaba mi niñez.

En "La esquina del mundo" el tiempo no pasa, gira y vuela en círculos lentos sobre un cielo hecho de hojaldre, donde las sombras comulgan con la luz. Y, a veces, como esta tarde me ha ocurrido, uno siente una paz que procede de otro mundo y parece gestarse en la armonía de un paisaje que, a la vez, que me habita, huye, vuelve y muere en mí.

miércoles, 27 de junio de 2012

Los porqueros


Vareaban la noche, la luz de las estrellas, para soportar la inmensa soledad del campo.  No obstante, eran felices a su manera: tenían libertad, aunque eran pobres y soportaban los consejos del amo que, más de una vez, les hacía ver que eran esclavos de unas circunstancias demasiado difíciles y duras para ellos.

No sabían leer, aunque descifraban la poesía y el dolor que encerraba la mano del viento al traspasar la bóveda desvaída de su choza. El frío era un luto blanco en sus pestañas, la pura reverberación de una pobreza que se alimentaba de nidos y de espárragos. Y aún así, según sus amos, eran felices porque no les faltaba un puñado de garbanzos para apaciguar su existencia desvalida. Su fragilidad cabía en una lágrima.

Hoy, cuando cruzo al pie de las zahúrdas derruidas y hermosas que el musgo cubre en la dehesa, pienso en la libertad que no tuvieron, en su pobreza herida, en su incultura, una incultura encendida por aquellos que gobernaron sus vidas. Su existencia era un grumo de penas cosidas por el aire. Hoy, que peligran tantas libertades, cuando la cultura, la educación, la sanidad, son golpeadas, pisadas, diariamente, siento la extraña pobreza, la orfandad que debieron sentir aquellos hombres sin futuro, apegados a los ciclos que marcaba la dehesa. Hoy respiro, cierro los ojos, oigo el aire penetrando y saliendo a empellones de mi espíritu, y siento dentro de mí  la rebeldía, y a la vez, la extraña y violenta mansedumbre, que yo vi de niño flotar como una lágrima en la mirada gris de los porqueros. Se me agrieta el futuro y el pasado pesa en mí como un cielo de plomo cuando pienso en esa imagen.  

martes, 26 de junio de 2012

Días de fútbol


Mientras muchos viven atados al televisor siguiendo la evolución de la Eurocopa, yo dedico mi tiempo libre a pasear y a reflexionar sobre el dolor que viene. Estas tardes tan lentas y azules de mirar se instalan dentro de mí como glicinias que escalan por mi corazón deshabitado. El estúpido fútbol de estos días me da náuseas, es como un ciempiés que recorre mi conciencia sellando la claridad de mi silencio. Ni siquiera he mirado los partidos de la roja: para mí este color tiene un tono bien distinto del que visten señores con cuentas millonarias que están por encima de todos los mortales. El deporte del balompié ha cambiado mucho y hoy, en ciertos ambientes profesionales, no es deporte, sino sólo un burdo negocio vergonzante en torno al cual gravitan, mansamente, hileras de tragasables y bufones.

Puede que el fútbol pasivo, contemplado (no aquel otro que practiqué en mi juventud en campos terrosos, abruptos e imposibles), sea el analgésico absurdo y demencial que cubre, en estos momentos, la orfandad de esperanza y felicidad que nos asiste.

Días presentes de fútbol en medio del vacío, de la sinrazón, del miedo y el despropósito. Pan y circo para deglutir la realidad cercada por ratas que muerden nuestras ilusiones. Mientras la nación se resquebraja y hunde y la vida es un mapa con los bordes machacados, un charco de luz donde flota un cielo negro, hay gente que ve en el fútbol un espejismo donde disolver sus fobias y sus miedos. Además, lo peor de todo, lo que duele es que alguien quiera o intente convencernos de que al final si la Roja es campeona este país se salva del abismo, ese acantilado oscuro y sepulcral que nos espera después de la Eurocopa.

Que al final se gane o se pierda da lo mismo, pues los banqueros acechan bien ocultos esperando el banquete final, su orgasmo pútrido, lo que vendrá después de un campeonato donde las luces se mezclan con las sombras. Pan y circo para un país lleno de mugre, y, entre tanto, muchísima gente sigue ciega. Y, entre tanto, muchísima gente sigue ciega.

domingo, 24 de junio de 2012

Saltamontes


Recuerdo que les llamábamos langostos. Aún los veo saltar, a mitad del mediodía, entre el pastizal crujiente y amarillo donde flotaba una inédita ternura. Mi corazón llega, a veces, como ahora, hasta aquel lugar dormido bajo el cielo y puede abrazar los sonidos y los colores en los que la lejanía borbotea.

Es como si todo siguiese en mi interior, a pesar de la edad, tan vivo como entonces. Era en aquellos veranos de la infancia gobernados por la calima y las libélulas (helicópteros flexibles y diminutos) que cruzaban la luz del campo incandescente para aterrizar en los juncos del arroyo y danzar un instante sobre el talle de los mismos como bailarinas exiliadas del invierno.

Todo empezaba al llegar las vacaciones, cuando el verano escondía su letargo en el cansancio feliz de las carteras y en el zumbido gris de las moscardas que dejaban su aliento fúnebre en la casa, perforando la oscuridad de la despensa, ante la  humilde presencia de los cántaros y los coscurros de pan secos, crujientes, amontonados en un cuenco de arcilla.

Era, ya digo, al inicio del verano. Me solía mandar mi padre a buscar langostos para luego prenderlos en el filo del anzuelo de la caña con la que, después,  pescaría barbos en las tranquilas aguas del río Cuzna, al que aún sigue atado un fragmento de mi espíritu, la parte más líquida, azul de mi conciencia.

Todo empezaba  al  llegar las vacaciones: saltamontes crujiendo en el dorado pastizal y niños corriendo en el aire calinoso, desafiando al calor que ardía a esa hora, un calor que encendía el resplandor de las paredes y el dulcísimo zumo que chorreaban los morales. Todo sucedió entonces..., yo era un niño, pero ayer volví a reencontrarme, de repente, con la misma luz, con la misma claridad y los mismos sonidos y olores de aquel tiempo, cuando salí a pasear y hallé de pronto el salto feliz de los saltamontes sosteniendo, junto a mi casa de campo, la memoria fidedigna y exacta de las tardes en que mi padre me enviaba a cazarlos y yo aceptaba agradecido, sin rechistar siquiera, su propuesta.

Quizá no me crean, pero debo confesar que, junto al murmullo que producían los saltamontes, como un blando susurro, la voz de mi padre volvió a mí llenándome el pecho de tanta claridad que mi infancia también saltó, crujió en la luz, como si este verano fuese el mismo de aquel tiempo, cuando junio era un niño muy pobre sin camisa que cruzaba sudando el perfil del horizonte subido en la libertad de los langostos o en el vuelo sutil que trazaban las libélulas al pie de un arroyo feliz que aún no está seco y mantiene el mismo rumor de aquellos días.


sábado, 23 de junio de 2012

Valle de Alcudia


La luz del horizonte es una flor que se abre hacia el amor de las  montañas.
Sombras de plomo luchan contra el sol
en un combate lento, vespertino.
¿Bajo qué árbol crujen las chicharras si el campo está tan solo
y tan desnudo
como el silencio que rodea mis ojos
y enciende la llanura? En lentos círculos
se elevan dos docenas de cigüeñas
y el cielo es una cárcava de lirios dejando sobre el llano un resplandor
que hace más tierno el paso de las vacas
rumiando el peso azul de la pobreza, la legendaria voz de los pastores
que ayer sonaba dentro de esta luz
que entra en mi pecho y sale, y viene y va, llegando y alejándose de mí
como la llaga eterna de un camino
que cruza el campo de la serenidad y se adormece aquí, en mi corazón,
mientras la tarde va subiéndose a mi espalda
dejando atrás el alma de una tierra
segada por las hoces del silencio, cercada por las piedras del olvido.

lunes, 18 de junio de 2012

El nido de alcaudón

Símbolo de la libertad y la elegancia, de la revolución, oculto en la penumbra de su nido pequeño, el alcaudón me observa con un punto de extraña y limpia mansedumbre. Republicano estival, voz libertaria contra la Dictadura que impone la dehesa, vi siempre en su vuelo el trazo de la libertad, el signo veraz de una hermosa rebeldía. Por eso me asombra, en este instante, su quietud, la fragilidad musgosa de su estado en el que se clava el dolor de la canícula.

Él, aguerrido soldado que batalla bajo el sol del verano contra alacranes y ciempiés, parece sumido en una umbría reflexión. Quizá esté temiendo que pueda hacerle daño. Cuando yo era pequeño, solía subirme a las encinas, a mitad del verano, para tocar su nido grácil; disfrutaba observando los huevecillos moteados, como delicadas gemas de berilio destellando en la luz amarilla de la siesta que acuchillaba la paz del encinar. Ahora no tengo ánimo ni fuerzas para repetir aquellas travesuras.

Me hallo a cinco o seis pasos de donde él está. Lo ampara la espesa hojarasca del ramaje que sostiene su breve habitáculo de pasto mezclado con líquenes. Lo observo de soslayo, temiendo que pueda asustarse de repente y eche a volar aborreciendo el nido. Por eso lo miro despacio, lentamente, como si lo acariciase con mis dudas. !Es tan hermoso aferrarse unos segundos a la perplejidad de su inocencia!  Me hundo en sus ojos vivísimos, pequeños, y, en el silencio del atardecer, percibo su voz inaudible que me llega en un susurro de brisa calinosa que se adentra en mi alma y me dice muy despacio: busca dentro de ti la pureza del ayer, sé valiente y alegre, no dejes de ser niño.

Y la frase se alarga y habita mi conciencia, es arrastrada en un eco luminoso que desata los nudos de mi corazón: busca dentro de ti la pureza, sé valiente...no dejes de ser.... de ser niño... de ser niño. Hasta que el alcaudón, al final, sale volando, y mi infancia se queda dormida ahí, en su nido.

miércoles, 13 de junio de 2012

Detrás de los espinos

Es un lugar muy puro donde ya no hay dolor,
el rincón donde vive
la gente que yo amo y el silencio
es la mano
que abre y despliega el mundo. Como el ala de un pájaro
que cubre la alta sombra
de los chopos que amparan la siesta de los niños,
la pureza abismal de las tórtolas dulces que nunca he de olvidar,
mi corazón gravita en esta lejanía.
Donde no tiene entrada la gente que me odia
y el aire es un cuchillo
de luz que mueve el tiempo
y se adentra en el pecho de las casas de amor.
Donde no duermen nunca
los banqueros de estiércol y se asienta el cansancio
como una antigua flor
que exhala soledad y abriga un horizonte lleno de golondrinas.
Es un rincón de paz
erigido en la noche más blanca de la tierra,
abierto a las pupilas de los hombres más puros,
hombres con fe de niño,
esos hombres que saben que Dios sólo es amor
y no oro dormido en hondas catedrales.
Donde no quedan pobres debajo de una cruz,
ni luz secreta y negra,
ni bosques entre los los dedos de un sol capitalista
que rige los abismos de una gris sociedad
regida por soberbios
que sólo dan dolor, un dolor que no acaba
y se nutre de hombres y arrodillados cielos.
Un lugar que me habita
sin saber que lo hace,
sin saber que en mi alma hay ciervos levitando y una paloma de agua
que no puede llorar,  aún no puede llorar,
donde sólo hay amor y una ternura angélica. Detrás de los espinos.

domingo, 10 de junio de 2012

El espacio


Quizá haya algo ahí, detrás de las estrellas, dentro de ese vacío donde mi alma aletea y, al instante, se pierde como un trozo de viento, igual que una luciérnaga en el espacio oscuro de un jardín.

Tal vez tenga algo aquí, dentro del corazón que, antes de yo nacer, era del universo y formaba el tejido del silencio abismal que hace sólo unas horas vi en la luz pura y alta.

Puede ser que mi "yo" sólo sea un pedazo de ese enorme  vacío que en la noche gravita sosteniendo mis ojos, mi soledad más limpia, donde silba impasible la altitud de lo ingrávido.

Tal vez sea mi esperanza un jazmín de ese amor que, a menudo, me habita y florece en mis labios
 y me eleva deprisa hacia el blanco misterio de esos níveos caminos que, arriba, en lo más hondo, trazan la arquitectura de un espacio sin voz, una azul telaraña donde se enreda el tiempo, los días que cercaron mi niñez que se fue y aún gravita, no obstante, en las lentas galaxias que hace tanto observé y aún me siguen llamando, y aún me siguen llamando.

sábado, 9 de junio de 2012

Amarillo

Me ocurrió hace unas horas, mientras paseaba por el campo, a muy pocos metros de unas viejas porquerizas en cuyas piedras la tarde bostezaba desovillando un silencio de berilio.

Dentro de mí caminaban mis recuerdos, desgarbados y muy torpes como príncipes sin trono huyendo del reino de la melancolía.

El aire reptaba arañando el corazón aliquebrado y dulce de los juncos que escoltaban mi paso. Hundió el vuelo una torcaz como un grumo de plomo en la bóveda celeste y dejé que mis ojos siguieran su silueta hasta que la lejanía la deshizo

Entre tanto, seguí caminando absorto, envuelto por el resplandor del sol que iba enterrándose en un horizonte ocráceo y purulento. Yo iba fuera de mí, vagando en un limbo majestuoso, intentando olvidar la cruda realidad que, a diario, muestra ante mí su rostro oscuro.

Caminaba despacio, entre encinas cadavéricas, intentando alejarme de las sombras que hay en mí, pisando la tierra seca, vieja y áspera,  hasta que, inconscientemente, me detuve bajo una curiosa bóveda silvestre: cuatro enormes retamas que cubrieron de improviso, entrecruzando sus ramas, mi abstracción.

Y su olor tan sencillo transformó mi realidad, me alejó de las sombras, de las amarguras cotidianas, e inundó mis pulmones, mi sangre, mis ojos, mi conciencia de una emoción no exenta de esperanza.
Y sentí en ese instante  una sutil felicidad, una especie de ensoñación que me enredaba en un trozo de mundo, un espacio vegetal que conectaba un instante con mi alma y la encendía y pintaba de amarillo.