sábado, 28 de julio de 2012

Soledades


Nadie penetra nunca en mi silencio.
Cuando huyo de mí
hay kilómetros de sombra
que siguen mis pasos para recoger el sol
disuelto en la tierra 
sin fondo de mi olvido que la esperanza antaño acarició.
Nunca vi el cielo tan alto
ni tan lejos,
pero la claridad persiste en mí,
aunque nadie visite el silencio de mi alma.
Soy el músico triste
abandonado en una sala
donde hace un milenio el baile terminó.
Ya no suenan violines,
la orquesta se ha marchado
y la última estrella del cielo se ha hecho gris.
La soledad se yergue como un álamo
hundido en la arcilla
sin nombre de un rincón,
donde la vida fue un pájaro enjaulado
que, a veces, mis dedos rozaron
confundidos
como si el cielo cupiera en la raíz
de una lágrima efímera. No nay nadie en mi dolor,
mi corazón se llena de manzanas
que se pudren despacio abandonadas por la luz
que aún me sigue habitando,
cuando nadie entra en mi alma
y en mi silencio lloran las palabras,
los susurros perdidos, las caricias
que, en la tierra
de mi alma hecha olvido, humedecerá la ausencia
borrando los signos, las huellas del amor.

jueves, 26 de julio de 2012

Un grano de luz


Cada noche, al irme a dormir, se hace visible: un dedalillo de plata cabrilleando entre las frágiles hojas del nogal que se alza a unos pasos del lugar donde yo duermo.

Es, sin duda, una estrella sublime, paradójica. Su ternura late a lo lejos mansamente y, sin embargo, parece que está cerca, sentada en la dulce joroba del silencio que inunda la decrepitud de las encinas. 

Casi siempre aparece cuando las chicharras lloran tendidas en la simetría añil del campo. La brisa, a esa hora, lame el espíritu amarillo de la avena silvestre que escolta la casa donde vivo alargando su aliento hasta mi humilde dormitorio.

El murmullo del viento penetra despacio en el recinto y en las sábanas de la cama cae un murmullo de grillos jugando a la piola con los astros.
De vez en cuando, brota el alarido fantasmal de un alcaraván rajando el aire y es como si crujiera el universo quebrando la inmovilidad de la dehesa, la perplejidad celeste de la noche zurcida por alfileres de hojalata.

En un breve segundo, el espacio muerto adquiere brillo y, de inmediato, parece desangrarse con la cuchillada lenta de un avión que atraviesa el cansancio de la madrugada.
Entre tanto, ella sigue escondida en el nogal, ajena al dolor del mundo y sus miserias.
A veces, se asoma y su guiño llega a mí con una jovialidad que me relaja, bendiciendo la soledad, la lentitud de la noche dormida en el insomnio de mi sangre.

sábado, 21 de julio de 2012

Hombre raro

           

Soy el último hombre que habla con los pájaros,
el que susurra al oído de los búhos
cuando en el campo ya no queda nadie
y en el crepúsculo yace un resplandor que sólo mi alma puede comprender.
Soy aquel que en silencio
ama las ortigas
cuando, al atardecer, vomita el sol
la lentitud violeta de las sombras
que tiemblan como enredaderas de cristal
baja la carpa sin fondo de lo azul.

Enderredor de mi alma
sólo hay frío
pero en mi pecho aún duermen los pastores
y el verano se agita en la palma de mi mano
como un lagarto de cuarzo.
Soy la luz
que a los ladrones del viento les da agua,
aquel que, en la noche, acaricia los nogales
que dormitan al filo de la soledad.
A veces soy un erizo
enamorado
de las estrellas últimas del cielo
y avanzo por las veredas más lejanas,
donde no llega nadie en el invierno
que no sea el lánguido vuelo de los cárabos
o el deambular sin futuro del mendigo
que esconde en los trigos sus lágrimas de sal.

Vivo en el vientre antiguo de las nubes.
Mi silencio es el campo,
el púrpura antiguo que subyace
en las galerías del amanecer.
Soy el último hombre que habla con los pájaros.
Nadie me entiende, por eso tengo alas
y me sigo escondiendo en el alma de los búhos
o en el sigilo de los petirrojos,
en el corazón violeta de las sombras que aún regurgita el sol de mi niñez,
donde aún permanece la única verdad.

viernes, 20 de julio de 2012

El silencio y la furia


Mi hija me llama desde el centro de Madrid y su voz llega a mí envuelta en sílabas de rabia, tatuada por la libertad de las acacias y la umbría deserción de los altos edificios que yo presiento a otro lado del teléfono conteniendo el dolor detrás de sus cristales, junto al poder que acecha en las esquinas.

Me dejo llevar por el eco del bullicio. Vibra un rumor de líquida protesta, de dignidad luminosa que se hunde en la calinosa brisa de Madrid como un alcotán con el vuelo sublevado. La rebelión urbana entra en mi móvil y me siento de pronto inútil, frágil, torpe, con el corazón suspendido entre los árboles que, en este instante, grises me rodean.

Como si un huracán soplara entre mis huesos, voy deambulando entre piedras y retamas. Y mi hija, entre tanto,  enardecida sigue hablándome sosteniendo en sus labios la emoción de miles de almas que poseen la verdad y el estigma de los parias, la sutil transparencia de los desposeídos.

Llegan, junto a la suya, muchas voces reventando la paz que en la tarde me circunda como una pared ingrávida y serena. En mi pecho ondean banderas tricolores, pancartas que gritan por la libertad perdida.

Dentro de mi soledad protesta el mundo.

Entro en la rebelión profunda, ascética, de la gente que grita en la luz de la ciudad ahogada por la orfandad de un bienestar que el soberbio Poder  tala día tras día. Luego, un segundo después, apago el móvil y sigo avanzando a solas por el campo, con los labios y los ojos colmados de silencio, como un naúfrago herido que lo ha perdido todo, disuelto en la respiración de las encinas.

martes, 17 de julio de 2012

Horizonte


Siempre me ha gustado mirar la lejanía, tender la vista en las cuerdas desvaídas del cielo que juega a  la comba con la tierra, donde saltan las nubes viudas de alegría y las torres de arcilla elevan despacio sus siluetas de humildes espigas rotas por el viento.

Siempre me ha gustado dejar mi corazón flotando fuera de mí, entre los cerros que aún pertenecen al mundo de mi infancia, donde tocan su arpa invisible las cigüeñas a la hora del atardecer, cuando más llueve y los pueblos lejanos son orugas de oro lento.

Siempre me ha gustado echar mi pensamiento a volar con los días que hay detrás del horizonte y yo desconozco aún, porque el futuro está hecho de sueños que, a veces, se llenan de campanas que tañen despacio cuando el sol huele a ceniza y las lechuzas del ánimo se mueren.

Siempre he tenido ante mí la claridad de un horizonte limpio, amable, abierto, pero ahora, cuando no existe el porvenir y el futuro es un lobo que acecha entre las mieses, cuando el paisaje que tengo ante mis ojos es una hilera de hombres que no duermen porque alguien les llena de ortigas el corazón, sólo pienso en qué será de mí mañana, cuando los días que aún tengo que vivir estén llenos de hormigas y no tenga a qué aferrarme para diluir esa ronca oscuridad que asoma tras la señal de un horizonte que ya no es el mío, porque ya no queda en él ni un gramo de luz para alimentar el viento, los árboles en los que anidaba mi niñez, la pureza de un cielo que se quedará a mi espalda cuando abandone mi tierra y vaya en busca de  un porvenir que aquí se me ha cerrado hundiendo en mi pecho el crujido de un baúl donde quedan mis sueños, mis ilusiones, la honda estela de los días mejores que a mi trabajo dediqué con mucha ilusión y ya no sirven para nada que no sea para cubrir la esbelta herida de un presente que, con el tiempo, enterraré y sólo podré evocar cuando esté a solas junto a ese horizonte que queda tras de mí diluido como el adiós de un sol que huye entre las colinas de mi alma hacia un abismo en el que los niños y los pájaros se pierden.

lunes, 9 de julio de 2012

Maestro Luis Molina


Sólo alcanzo a ver, si afilo bien la vista, el silencio dormido como un garabato en la pizarra y la voz del maestro como un tábano de luz posándose en la humedad de los pupitres. Mi corazón es la espiga de un instante. Oigo toser el invierno en mi interior como si el tiempo no hubiera transcurrido y el ayer fuese un niño asomado al exterior de un recreo sumido en la  memoria de los charcos.

La visión de esos días en mí es quieta y blanca. Sólo alcanzo a ver la costra de la lluvia y el musgo aferrado a las decrépitas paredes tintadas por el resplandor de las babosas que escalan la piedra como frailes perezosos. Al pie del colegio hay una vieja salamandra escondida entre la hojarasca de aquel miedo que tenía el olor de los tinteros matinales.

Los niños esperamos al socaire de un recinto trenzado por el azul de las palomas y el desolado perfil de una bandera. En nuestra edad no caben las ortigas. Nos abriga el olor del frío, la piedad de la mañana dormida en las carteras, aunque el maestro no ha llegado aún. Tardará en llegar a mi vida varias décadas, porque el que estuvo allí era una sombra. El que vendrá después será el auténtico profesor que no tuve por diversas circunstancias.

 Lo conoceré un día al lado de su ángel, su hija Marisa, y de Provi, su mujer, dueña de una  ternura blanca, lírica, abismada en la realidad como un poema. Luis Molina, el sabio maestro que no tuve, ahora me instruye en su armónico humanismo, un humanismo próximo, celeste, que duerme sobre el corazón sin luz del pobre y la mansedumbre eterna del mendigo que no tuvo nunca un libro entre sus dedos.

Luis Molina es el pedagogo de la luz, el protector de los niños pobres,  frágiles. El que educó al escritor Muñoz Molina, el maestro que aún lleva a Úbeda en los labios y respira el sigilo armónico de Mágina, me ha enseñado a escribir en el viento y a captar la eternidad que cabe en una sombra. Es un lujo tenerle ahora junto a mí, compartiendo ideales y esa clara libertad que le nace muy adentro y se pasea por sus ojos como un resplandor de espigas vespertinas donde se mecen los días de mi niñez, y aquellos cielos tan puros, machadianos de su tierra natal, el azul de Santa Eufemia, que aún pastorea y sostiene en su mirada.

jueves, 5 de julio de 2012

Bibiana Murillo


La que me enseñó a ordenar las viejas sílabas que, antes de oscurecer, derrama el viento en el cansancio ocre de los árboles. Ella era, entonces, la luz de las colinas, la linde amorosa que abraza las veredas y la indolencia amarilla de los campos.

La que supo domesticar las caravanas de langostos y avispas que surcaban los caminos escritos sobre los veranos de mi infancia.

La que encerraba torcaces aleteando en el aire dulcísimo de su corazón, y guardaba un nido de nubes en un bolsillo de su mandil celeste, y me indicaba con su mano de seda la humedad del horizonte cuando el invierno dormía en los serones de los cerros famélicos.

La que siempre me dejaba un puñado de estrellas, un jazmín y un ruiseñor cuando yo tenía miedo al pie de mi almohada para que mis sueños fuesen cristalinos y saltaran las truchas en los lagos de mi alma.

La que nunca se ha muerto, pero un día se murió, se perdió caminando entre las rosas del crepúsculo (de esto ha hecho ahora un año), y no volvió, pero está aquí encerrada en mi pecho como un árbol que da sombra al dolor que oprime mi interior, un dolor que mitiga su ausencia cristalina y el olor de sus ojos que aún burbujean bajo el sol cuando miro las piedras, las nubes, los rastrojos de los veranos que ella se llevó y al mismo tiempo dejó entre mis pestañas.

La que, sin rezar nunca, me enseñó a hilvanar con fe la oración de quien espera, la que flota en lo celeste pronunciada por los vencejos, por los mirlos, por las abubillas del viento y las collalbas. La que hizo de mí el niño que ahora soy y me enseñó a ser humilde como el canto de los grillos que encienden las noches del estío con la verdad luminosa de su élitros.

Ella, Bibiana, mi amiga y mi maestra, la que me educó y me amó como a sus hijos. La que subió conmigo a los castillos que el silencio y yo edificamos en la brisa. La que me enseñó a reírme de los peces y modeló mi interior como una madre.

domingo, 1 de julio de 2012

La esquina del mundo


El pasado es una geometría de pájaros, un dibujo de alas trazando lentos círculos sobre las grietas de mi corazón. A veces llega fundido en un susurro que eriza el silencio enorme que me habita; otras, no obstante, entra en mí sin previo aviso, como el cazador sigiloso que regresa al rincón donde antaño dejó un ciervo malherido entre la hojarasca de la oscuridad. Tengo ante mí la infancia que fue mía desangrándose a un paso de un campo de centeno. El ayer puede, en ocasiones, regresar y camuflarse en la máscara del hoy.

El lugar que ahora habito está lleno de pasado. Vivo, sin darme cuenta, dentro de él. En los últimos días camino, sin prisas, por el tiempo y mis pasos me llevan a un espacio diminuto, un enclave perfecto para oír la soledad y percibir los sonidos de la luz.

Mi abuelo materno, José Andrada, lo llamó "La esquina del mundo", y queda muy cerca de la casa en la que ahora vivo, al pie de un manojo de retamas y de milenarias encinas que se mueren, en las que se columpia la virginidad de un sol crucificado entre nubes de caolín.

Puedo definir el punto exacto del lugar: al sur queda el cementerio de Fuente la Lancha; al oeste, la frente azul de una pared con soñolientas piedras de cuarcita; al norte, la casa de los cuatro eucaliptos; y hacia el oriente, diluido sobre el sueño de un bosque de plata, el arroyo del Lanchar, llevándose el agua que bañaba mi niñez.

En "La esquina del mundo" el tiempo no pasa, gira y vuela en círculos lentos sobre un cielo hecho de hojaldre, donde las sombras comulgan con la luz. Y, a veces, como esta tarde me ha ocurrido, uno siente una paz que procede de otro mundo y parece gestarse en la armonía de un paisaje que, a la vez, que me habita, huye, vuelve y muere en mí.