jueves, 22 de noviembre de 2012

Juan Borrallo



       No sé si habrá sido el paso de la lluvia -que ha dejado esta tarde en el pueblo luz de barro-, lo que ha levantado en mí la claridad de tu imagen lejana cruzando el viejo ejido abrigado en tu soledad, con el silencio adormecido en tus hombros. Anochecía y el aire vibraba en la quietud de las acacias. Necesitaba plasmar aquí la paz recortada esa tarde de junio en tu silueta. El cielo, un poquito antes de yo verte, había estado jugando a la brisca con las nubes y había perdido, en principio la partida -un fragor de relámpagos lo habían derrotado-, pero, poco después, levantó su carpa azul y a ti te engulló. Iba dentro de tus pasos, o quizá tú ibas dentro de él, porque, a esa hora, el techo del cielo había bajado a saludarte y en tu pelo rizado había enredado su cansancio, su lentitud casi caramelizada.

Recuerdo que yo había estado poco antes hablando contigo junto al suave chiringuito que habías levantado a la orilla del paseo que conduce a la Virgen de Guía. Olía a verano, a las eras quemadas por la brisa incandescente. A pesar de que un poco antes había llovido, el frescor de la tierra ya se había esfumado. Y, entre tanto, tú, Juan, levantabas el grato andamio de la tarde asomada al balcón del horizonte. Aún puedo tocar tu sonrisa contagiosa que en la luz se ensanchaba sin pedir permiso al sol, porque el verano acampaba entre tus pómulos y dejaba su enorme alegría encima de ellos. Aquel día eras feliz inmensamente.

Unos minutos antes de marcharte, un grupo de amigos estuvimos bebiendo junto a ti: llenabas los vasos largos de ginebra y el limón de la brisa enredaba en las acacias los flecos dorados de tu insólita alegría. El ambiente era ciertamente jubiloso. Hasta que, de pronto, alguien mencionó un hecho luctuoso y tu alma se quebró; recordaste algo triste. Se asomó tu hija ya muerta al acantilado negro de tus ojos  y en tu risa se abrió un camposanto de piedad. Entonces lloraste, y rebosaste la bondad, la honda generosidad que te habitaba, hasta quedarte huérfano de luz. Nunca te había visto oscuro hasta ese instante. Solo fueron apenas cuatro segundos cristalinos. Luego, en seguida, el silencio cooperó hilvanando en tu rostro una sonrisa casi amarga. Y, después de cerrar sin prisa el chiringuito, te bajaste hacia casa pegado al horizonte, con un suave perfil de álamo meditabundo trastabillando en un resplandor de piedra.

Así, amigo Juan, es como hoy te he recordado, cuando hace unas horas he pasado junto al hueco en el que, antaño, se alzaba el chiringuito que tu gobernabas con gracia. Y en las gotas de lluvia fínísima, tan cálida e inocente, que mojaban mi rostro he olido tu bondad, la sencilla ternura de tu voz cuando llamabas a tus viejos amigos aquellas tardes luminosas para beberte el verano junto a ellos. Por eso, tal vez, he vuelto la vista a las acacias, tan ebrias de otoño, cansadas de humedad, y he brindado por ti, por tu ausencia que acompaña. Después, regresando ya a casa, he creído ver tu perfil de olmo frágil volviendo de aquel tiempo, y me he detenido en el frío, y he llorado.      

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