jueves, 1 de noviembre de 2012

Tumbas


Bajo una luz de plomo efervescente, el camposanto adquiere en la mañana una extraña inocencia de reino melancólico en el que se mezclan los rostros de los muertos con las apagadas voces de los vivos. Percibo siluetas y tenues bisbiseos de un barullo de gente que entra y sale del recinto. Me atrapa su atmósfera antes de llegar. No sé qué transpira este mágico lugar para sobrecogerme de este modo. El respeto a la muerte se anticipa a mis pisadas y se adhiere a mis ojos con su arquitectura fúnebre: un andamiaje de olvidos y emociones que conforman la grama de mi melancolía, donde aova sin prisa el gusano de la ausencia dejando en mi alma un lento escalofrío.

Una tórtola turca coquetea con el aire agujereando el tiempo con su arrullo. Su sonido me lleva a otras edades y a otros cielos. El camposanto se abre al noroeste, mostrando a lo lejos un cuadro de árboles celestes en cuyas copas se asienta el horizonte, una línea de cuarzo en la cálida llanura pespunteada por manchas de bromuro. Atravieso la puerta al lado de mi hermano. Por un largo pasillo, los cipreses nos escoltan como si fueran niños larguiruchos a punto de entrar en una oscura adolescencia protegida por el misterio de las nubes.  Mi hermano no habla, calla, sosteniendo en su claro silencio una eternidad visible.

Vamos pisando recuerdos, lentas sombras, viejas voces de muertos que no terminaron de extinguirse.  Mis abuelos, mi padre, Antonio Moreno, Hilario, Lolo, Quintín, Sallavera, Palomo, tantos nombres... Es como estar recorriendo los pasillos de un pueblo ya muerto pero aún vivo en nuestra sangre. Mineros, pastores, médicos, maestros, labradores del aire, voces de un casino eterno que reúne en mi alma la esencia de aquel mundo. Pero hoy ya no queda nada de aquel pueblo escrito en la eternidad: ya sólo hay frío en esta mañana celeste de noviembre donde los rostros, las voces, las pisadas de un ayer muy remoto son niebla, barro y musgo, inscripciones de nieve en el mármol de las tumbas.

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