domingo, 31 de marzo de 2013

Domingo de Hornazos



La casa, rodeada por la lluvia, tirita como un lirio abandonado entre árboles y piedras. Desde aquí, observo el mismo espacio que hace décadas, el día de los Hornazos, se llenaba de voces familiares y cristalinas risas de niños. Evoco aquel fulgor que hoy se me niega: la vida era una cinta que ceñía el pecho de las niñas  sorprendidas por la esmeralda lenta del amor. Había cintillos en la paz de las retamas, largos cabellos de humo en la arboleda. Hoy ya no queda oxígeno en las ramas de las encinas para que se sostengan los senos almidonados de la tarde.  El singular murmullo de los novios no halla la zarza en la que descubrir la desnudez boscosa de una fuente. El bosque que ahora veo no es el mismo. El horizonte ha roto la alta urna en la que ardían sueños de cristal. Las nubes han alfombrado el horizonte; pero hace años, la luz resucitaba y en ella se mecían las palabras, los gestos, las esquinas del amor que se doraban con el atardecer.

Antaño la niñez era un prodigio que en el hornazo del viento eternizaba su indómita alegría. Y el Lanchar, rumor de plata, bañaba los pies dulces, los brazos soñolientos de las jóvenes que acariciaban voces fermentadas, hombros de plata y muslos de maíz. El Día de los Hornazos era de menta, un lápiz dibujando las praderas, al lado de un arroyo hecho de sol. Hoy, sin embargo, todo es lluvia y barro, la esbelta sinfonía de un ciprés que mueve el aire a unos pasos de mi rostro. Todos se han ido: nadie ha vuelto a recorrer la frente del arroyo hecha de almendros. Pero en mi alma está aquella claridad. Evoco el griterío y el aroma de los hornazos crujiendo en la mañana y el velo de azucenas que mi madre solía ponerse en la frente esos domingos alimentados por la resurrección. Mi padre conducía lentamente con su esperanza llena de vencejos el coche que sentía los manantiales. El puente del arroyo era de cuarzo, de hondo berilio. El agua era de luz, y en el azul del cielo remudaban los pájaros su anónima camisa hilada por agujas de azafrán.

Todos se fueron. De eso ya hace tanto tiempo... A veces, veo las sombras de cristal, el vaporoso hojaldre de las nubes cubriendo el aleteo de la perdiz que hacía su nido al pie de unas adelfas. Y yo sentado al lado de mis padres, sobre una piedra eterna de granito donde jugaba el sol a las canicas con una golondrina hecha de tul. Todos se fueron. De eso hace tanto tiempo... Los panaderos, que hacían los hornazos con lágrimas de harina y flor de anís, abandonaron los hornos de la infancia y, así, la levadura hundió su masa de epifanías en las flores de un zarzal.

Veo la alameda rota por el agua, la línea incombustible del asombro, los árboles cruzados por mi fe. Y hallo el amor perpetuo de la infancia sentada en las esquinas de un domingo de nata y ovas. Huelo la dulzura de los hornazos tiernos junto al agua, sobre la hierba, en la emoción perpetua de las adelfas violadas por la luz.   En aquellos domingos había un murmullo de abejas cristalinas burbujeando entre corros de niños que jugaban. Todo era azul, La lluvia no alcanzaba las risas, las palabras familiares, y en el aire olía a chicle y regaliz. Ahora, esta tarde, la vida es lluvia y barro y el corazón del campo está mojado por una luz que empieza a oscurecerse entre cenizas y árboles de sal.

4 comentarios:

Miguel Cobo dijo...

Si Proust leyera esta belleza, sublimada en palabras de otro tiempo, cambiaría sus magdalenas por un hornazo.

Toda mi admiración.

Anónimo dijo...

Y la juventud, la eterna equivocada,siempre haciendo caso a el corazón, un día de hornazos que amaneció resplandeciente,según dicen, porque yo, metida en cama, fingía una faringitis, convencida que el chico que me gustaba no iba a ir al mismo sitio que la pandilla. Y no solo no fue, sino que preguntó por mí y le dio lástima de que no hubiera estado. Hasta ahí puedo contar

Alejandro López Andrada dijo...



No sabes cuánto me agradan tus palabras, amigo Miguel. Nadie ha dicho nunca nada tan bonito sobre mi escritura. Para mí Marcel Proust lo fue todo como escritor, pues creó un lenguaje nuevo, distinto, luminoso, diferente y esbelto como una garza detenida sobre las aguas del atardecer.Palabras como las tuyas, amigo Miguel, son las que me ayudan a seguir escribiendo y a confiar un poquito más en mí. Abrazos.

Alejandro López Andrada dijo...


Muy interesante tu comentario, amiga anónima. Además, lo más intrigante es que sabes darle a tu breve relato un aire romántico intemporal. ¿Cuándo ocurrió lo que narras? Desde luego, no debió ser este pasado domingo, pues llovía a cántaros, como diría mi buen amigo Pablo Guerrero. Si lees este comentario, me gustaría que te animases y nos sacaras de dudas. Entre tanto, seas quien seas, te envío un abrazo cálido y cordial.