lunes, 7 de enero de 2013

Después de Navidad


Tomo entre mis dedos las figuritas del Belén: las voy cogiendo despacio una tras otra como si fuesen cápsulas sagradas de un tiempo veloz y efímero, inmutable, que, un año tras otro, nos engaña con su rito de aproximación ficticia a la inocencia. Aunque la Navidad sea para mí un reencuentro con lo más puro de mí mismo, la fiesta más entrañable que conozco, no consigo adaptarme a la impostura  empalagosa que, durante unos días, toma cuerpo en el ambiente en forma de abrazos, gestos y saludos luminosos que resistirán poco más de una semana, hasta que se apaguen las luces fraudulentas que alumbran la soledad de mucha gente que vive emboscada en sus sueños no cumplidos.

Mi padre murió un día de nochebuena de hace más de dos décadas. Aquel fue un día terrible; sin embargo, al llegar el día de Navidad mi padre se halla más cercano a mí que nunca. Para mí las navidades no son tristes si se viven desde la autenticidad y no de un modo banal, materialista. En la Navidad hasta el aire sabe azúcar, y aunque no esté presente, de un modo figurado,  la nieve decora el corazón de nuestras calles con la mansa emoción de un milagro paradójico que transforma en blancor la penumbra de una atmósfera que, a lo largo del año, es monótona y agreste. Durante unos días la gente aparenta ser mejor, más cercana y más cálida, más tierna y más sensible; pero, apenas deshace su aroma el Día de Reyes y los días laborables de nuevo decoran nuestro ámbito con la infelicidad de su grisura, la vida regresa a su mediocridad cansina.

Tomo entre mis dedos las figuritas del Belén que aún está colocado en la casa de mis padres. Y, al tocar las siluetas, el tiempo en mi alma se derrumba. Todas las figuritas tienen luz, un resplandor que ilumina mi conciencia.  Alguna de ellas la acerco a mi nariz y, al cerrar los ojos un momento y concentrarme, logro percibir el aroma que, hace décadas, cuando era un chaval, me dejaba confundido por su textura delicada y limpia. Es un olor muy dulce y transparente, el mismo del bote de detergente granulado que contenía en la nieve de su vientre tres figuras pequeñas: una gallina y dos pollitos. Aquel detergente, Persil, dulcificaba de alguna manera el relieve navideño dejando su huella en la brisa y en la ropa. La escasez o pobreza de entonces olía a limpio, al mullido serrín que alfombraba los caminos, escoltados de musgo, de aquel portalillo de Belén que confeccionaba de niño en una casa donde la vida era puro terciopelo. Entonces, a mi alrededor, no había impostura y la Navidad tenía el recóndito temblor de los sueños más blancos y las promesas más azules: aquel era un territorio inmaculado sobre el que se aposentaba la inocencia. Hoy, justo un día después del Día de Reyes, cuando se ha muerto la luz de Navidad, toco emocionado las figuritas del Belén que pertenecen a un tiempo indestructible y nadie podrá borrar de mi interior, porque vive en mis ojos y es la luz que aún me define como a un niño perdido en la nieve del pasado, un pasado que aún yace aterido en mi conciencia.

2 comentarios:

Luis Alonso dijo...

Es hermoso, y se comparte con facilidad. Hace apenas una hora hemos desmontado el belén y recogido las figuritas, que vuelven a las cajas hasta el año que viene. Me ha gustado la nieve Persil de tus recuerdos: es una nieve de época. Por lo demás, decía Valle-Inclán que(más o menos)las cosas no son como son sino como se recuerdan. Yo también lo creo. Un abrazo.

Alejandro López Andrada dijo...


Amigo Luis Alonso, no sabes cuánto me alegra tu comentario, tan acertado como todos los tuyos. Tú, que eres un hombre sensible y mágico, sabes interpretar muy bien esa despedida navideña que nos devuelve a la grisura cotidiana. Gracias por ser como eres y por estar siempre ahí, apoyando e iluminando con tu sensibilidad y tu cariño mis palabras. Recibe un hondo abrazo.