Sus ojos ya se han fundido con la luz. Su corazón ya pertenece al aire, a la brisa que sopla junto a la Cruz de la Dehesa, donde aún permanece el sonido de sus pasos cruzando la tarde en el silencio vespertino. Ella siempre fue para mí como una tía; su hermana, Bibiana, fue mi segunda madre. De pequeño, yo me movía por su casa como un pececillo en un lago transparente. Cuando estaba a su lado el mundo se hacía cristalino. Recuerdo el amor que brotaba de sus ojos cuando trataba, a diario, con sus hijos José, Juan y Manolo. Era tan dulce, tan cálida y afectuosa con la gente que, en los años 60, cuando yo era un chavalín me quedaba extasiado contemplando su sonrisa tan llena de azul y flotaba en sus palabras como un petirrojo en el viento matinal o una gota de sol suspendida entre las nubes. En su modo de ser había una alegría maternal que ocultaba las sombras de su tempranísima viudez. Perdió a su marido siendo demasiado joven: se lo arrebató el fantasma de la mina. Sin embargo, con cuanta honradez salió adelante. La dignidad fulgía en su carácter. Siempre fue una mujer valiente, honesta, decidida, que pintaba las negras paredes de la vida con la cal de su risa. En sus ojos dormía un ángel. Cada vez que ella sonreía se abría el mundo y todos nos olvidábamos de la muerte, de las sombras que, entonces, acechaban en las esquinas y en los caminos sinuosos del invierno.
Yo que fui tan amigo de sus hijos Manolo y Juan (a los que trataba como si fuesen mis hermanos), hoy siento dentro de mí una ausencia enorme, una orfandad que me llega de muy lejos, porque ella ha muerto en Palma de Mallorca, pero su hueco ha venido a mis entrañas a una velocidad escalofriante y se ha quedado dormida en mis pupilas. Por eso podría decir que estoy muy triste, que dentro de mí ha crujido un olmo seco y se ha fracturado un cielo alto, inmenso, limpio. Pero, por otro lado, aunque esté triste, siento una alegría recóndita, lejana, que viene enredada en el temblor de mi niñez, una niñez que su muerte se ha llevado. Y esa alegría extraña, paradójica, nace del hecho de haberla conocido y haber recibido de ella un amor puro que alimentará eternamente mi memoria, los ángulos más hermosos de mi nostalgia. Benedicta fue siempre azul, y hoy, más que nunca, la contemplo al fijar mis ojos en ese cielo que cubre las casas, los caminos, los tejados de Villanueva del Duque, donde ella seguirá estando siempre alimentando el aire, el corazón de aquellos que un día la conocimos y para ella fuimos como sus hijos. Descansa en paz, Benedicta, azul mujer, que las altas palomas te lleven junto al Eterno Padre y él te ubique a su lado, en el mejor rincón del Cielo. Te echaremos de menos los que tanto te quisimos.
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