La vida es como una casa muy espaciosa en la que, a veces, alguien cierra las ventanas y, al no entrar el aire, agobia quedar dentro. En ocasiones, la luz resbala líquida sobre la enferma cal de las paredes y en la casa no entra ni un resquicio de alegría. El que vive dentro, entonces, se resiente. Yo lo he comprobado en varias ocasiones. Pocas cosas hay más terribles en este mundo que sentir cómo escala el abandono por tu espíritu y cómo la niebla inunda tu cerebro. En esos momentos, necesitamos que nos amen. Cuando uno atraviesa una etapa delicada a nivel laboral agradece más que nunca el aliento y la luz de una palabra solidaria. Si por suerte hay alguien que posa en tus ojos su entusiasmo, las ruinas que había en tu alma se deshacen y un resplandor ilumina tu conciencia. Es lo que me ha sucedido a mí estos días. Mi futuro laboral se había cerrado; sin embargo, un hombre, Juan Díaz Caballero, el Alcalde de El Viso, ha sabido detener con su voz animosa el derrumbe en que me hallaba. El fulgor de su ánimo borró mi desaliento.
La gratitud es un cielo suave y ancho sobre el que nunca planeará el olvido. Yo derramo ese cielo, esa gratitud celeste, sobre un hombre bueno, humilde y machadiano, un carácter que entre los políticos escasea. Juan es una persona cercana, limpia, entregada a su pueblo con esa generosidad y ese noble entusiasmo que sólo poseen los sencillos. Yo, que tanto valoro esa entrega a los demás, esa sencillez que brota de lo hondo, debo decir que Juan es un ejemplo de generosidad y entrega a los sufren. A mí me lo ha demostrado muchas veces, sobre todo ahora, hace pocos días, cuando acercó la luz de sus palabras, la emoción de sus gestos, a mi alma hecha cellisca y yo me aferré a su aliento, a su entusiasmo para levantarme de mi abatimiento y seguir caminando, con renovadas fuerzas. Con su ternura y su trato compasivo ha sabido extirpar de mí la oscuridad. Siempre le estaré, por ello, agradecido. Nunca olvidaré la confianza que me ha dado.
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