viernes, 28 de diciembre de 2012
El olor de la niebla
No tocaban mis pies la hierba y, sin embargo, el verdor de la tarde ocupaba mis pupilas y crujía debajo de mí, entre mis zapatos, como si yo fuese un álamo vencido, un árbol que muestra al aire sus raíces cuando el viento amenaza rasgar su voz famélica, el leve perfil de sus hojas que susurran como si la noche naciera de su savia.
No hallaban mis ojos la paz del horizonte y en mi alma caían las sombras del sendero. Pero la claridad aún me sostenía y apartaba de mí todas las dudas de una tarde que tenía la textura de un sueño hecho de barro.
Despedía la tierra un aroma de orfandad que ni siquiera el cielo deshacía, aunque el sol resistía encharcado de humedades, roto y cosido por nubes dieciochescas, nubes cartografiadas por el humo de las chimeneas del pueblo. Iba feliz, hasta que llegó la niebla y entró en mí invadiendo mis pasos como un bárbaro ladrón: la vi tragarse la línea de la tierra envolviendo los árboles en un celofán sin brillo.
Todo se descompuso en torno a mí. El mundo se revistió de un tono gris que escaló por mi corazón. Sentí que el tiempo, toda mi realidad se fragmentaba, como si la nada avanzase por mi pecho. Y olía a soledad, !cuánto olía a soledad! y a miedo también: la presencia de la luz había sido encerrada en el cuenco de una cárcel. Pensé detenerme y entregarme a la agonía del mundo que, frente a mí, se deshacía como un puro reflejo de la sociedad tan ruin, desnaturalizada, que me cerca. En la niebla veía la corrupción, la falsedad, la desolación que abre el vil capitalismo, la inmunda presencia de los bancos más voraces.
La oscuridad de la tarde me anuló. Pensé detenerme, y entregarme al pegajoso olor de la niebla que avanzaba por mis vísceras; pero, de pronto, miré a mi alrededor, y encontré a pocos pasos un prado de tenues margaritas. Y en ese momento pensé manifestarme, mostrarle a la niebla mi honda rebeldía. No sé cómo fue, pero algo sucedió: el color de las flores derrotó al plomizo halo que envolvía los campos con su rigurosa baba, y entonces entendí que debía seguir andando para tocar la vida que aún temblaba, como un trozo de sol, tras las cortinas de la niebla, donde el alma sencilla del pueblo resistía dibujada en la luz que abrigaba voces, rostros, bajo la humana inocencia de las casas.
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