sábado, 8 de diciembre de 2012

Una copa de anís



En una copa de anís pequeña, íntima, puede caber el mundo concentrado. Hacía ya tiempo que no bebía licor, pero ayer tuve una copa entre mis dedos y, al acercarla despacio hasta mis labios, sin esperarlo un murmullo me absorbió y tiró de mis entrañas hacia la luz tendida en las cornisas de una tarde rodeada por helechos y celindas  Era un lugar muy significativo: la cocinilla amplia, familiar, donde mi abuela Matilde elaboraba  hace ya décadas, cuando era yo un chaval, unas suaves y esponjosas magdalenas que vestían  de dulzura la penumbra de aquel espacio ameno, delicioso, en el que el tiempo aún sigue disecado como una garza en medio de la niebla.

Mi abuela ya hace años que se fue, un día de enero del 69. Yo la recuerdo siempre en la cocina aderezando la vida gris de entonces con el hinojo y la harina de sus actos. La vida de ella era un árbol de alegría que a mis hermanos y a mí daba cobijo.  Siempre que me veía derramaba sobre mis ojos el sol de su mandil, la humanidad perenne de su blusa en la que madrugaban las alondras y ardía el resplandor de los vencejos. Mi abuela en la cocina, al lado mío, hacía que el mundo oliera a hinojo y miel. Ponía su silla al lado de la mía y me subía a su voz de porcelana.  Así solía ocurrir tarde tras tarde. Ayer, no obstante, era su hija, mi tía Emilia, la que estaba sentada frente a mí, dibujando horas de azúcar, lejanías, al pie de su marido, el tío Maudilio, que evocaba los murmullos corpulentos de una legión sagrada de eucaliptos dispuestos, antaño, a un metro de la casa, como soldados romanos de arenisca subidos en el galope de un otoño filmado en cintas de cinemascope.

En una copa de anís pueden caber todas las sensaciones de una infancia. Toda la mía cupo en un dedal pequeño, luminoso, cristalino. Mientras, muy lento,  la iba degustando sentía que yo era anís, serenidad, penumbra aderezada con vainilla.  Fue poco tiempo, apenas diez minutos, lo que tuve la copa de anís llena, y en ese corto espacio temporal, vi como se transparentaba mi conciencia detrás del fino vidrio que escondía la eterna claridad de aquellos años que, aunque no vuelvan más, aún siguen vivos, sumidos como ingrávidas cornejas que, un día tras otro, vuelan desganadas entre las nubes blandas de la vida que habita concentrada en el anís fecundo y luminoso de un ayer embalsamado dentro de mi corazón.

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