sábado, 23 de marzo de 2013

El Papa Francisco



No es fácil decir cómo duelen la palabras que amontonamos en nuestro corazón como dulces guijarros lavados por la lluvia que un extraño temor no nos deja echar afuera. A veces, la oscuridad, como una piedra, pesa en la sencillez de nuestro espíritu y las emociones, las ideas, los sentimientos, de una manera rara, extravagante yacen sumergidos en el resplandor de nuestro miedo sin atreverse a salir al exterior. Es como hallar una vela en la penumbra y no ser capaces siquiera de encenderla por temor a que alguien sople y nos la apague.

Ocurre que, en ocasiones, respetamos demasiado quizá el criterio de los otros, y callamos sumisos por no levantar un temporal de discusiones y enfrentamientos inútiles que, al final, casi siempre no conducen a nada. A veces, resulta difícil ser creyente en medio de un mundo acorchado e insensible donde más que el espíritu triunfa la materia, y sobre el dorado regalo del amor brilla la banalidad de la quincalla que se vende a diario al precio de un diamante.

Antes de escribir este texto he pensado en eso, en las muchas sombras que hoy cercan la verdad y se van posando encima del amor, intentando cubrir el espíritu de mugre. No es fácil, insisto, hoy día ser creyente. La sociedad invita a ser ateo.  Vencido tal vez por un respeto exagerado a las opiniones de quienes me rodean, durante unos días he sentido en mi interior cierto miedo a expresar mis sentimientos y mi opinión en relación con un hecho muy importante: la llegada del Papa Francisco al Vaticano.

Había un muro de niebla que contenía mi ilusión por expresar verbalmente qué he sentido al ver la labor de un Hombre con mayúsculas, muy cercano en esencia al evangelio del Maestro. Hoy reconozco que en mí había cobardía. Y ahora rompo ese dique hecho de miedos y de sombras para dar salida al fulgor de la alegría enquistada en el resplandor de mi esperanza. Al hacerlo, me siento mejor, quizá más frágil, aunque también más hondo y más liviano.

Hacía muchos años -desde que murió Juan XXIII- que la luz de la sencillez y la campechanía, esa cercanía emotiva a los más frágiles, no había refulgido tanto como ahora lo está haciendo en los actos pequeños de este Papa tan próximo a las ideas del pueblo llano, un pueblo que quiere una iglesia despojada de oropeles y cáscaras, de inútiles boatos que difuminan, u ocultan de algún modo, el verdadero fulgor de su mensaje. Hoy, este hombre cercano a los humildes, el otrora cardenal Jorge Mario Bergoglio, aunque a muchos le pese es un ejemplo para aquellos que, entre tanta inmundicia económica y moral, aún creemos que el cielo es posible aquí en la tierra.

El Papa Francisco ha roto protocolos y ha elogiado con tanta ternura la bondad que a más de uno acabó desarbolando la claridad que habitaba su discurso. Él tiene motivos para hablar de la bondad. Según sus biógrafos, ha sido a lo largo de su vida un ejemplo de amor y entrega a los sencillos que no borrarán, por mucho que lo intenten, aquellos que le critican sus afectos a la dictadura argentina de Videla, detalle, por cierto, nunca demostrado. A los santos más grandes se les criticó también y  les asignaron miles de defectos. Siempre habrá aguafiestas que echen encima del amor las miasmas del odio que excretan los cobardes, los que odian a Dios por sistema y, día tras día, luchan para barrenar la fe cristiana que inunda el espíritu de millones de creyentes.

Nadie puede saber qué deparará el futuro al Papa Francisco en su trayectoria pastoral como cabeza visible de una Iglesia que, a raíz de su entrada sencilla al Vaticano, más que nunca arropa a los pobres y los frágiles. En su camino hallará dificultades, igual que otros Papas encontraron en su mandato, pero estoy convencido de que las superará si se sigue apoyando en su hermosa sencillez, en ese despojamiento franciscano que el santo de Asís demostró hasta que la muerte le sorprendió ligero de equipaje, ataviado de ropas sucias y andrajosas sobre las que brillaba la capa del amor que reviste el espíritu abierto de los hombres que han venido al mundo a servir a los demás, y viven la vida sin oros, de puntillas, sin pararse a pensar siquiera que son santos.

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