martes, 13 de diciembre de 2011

Cartuchos y altramuces

Soy un espeleólogo de la melancolía: en ella penetro por pasillos subtérraneos, a través de agridulces y oscuras galerías que, más de una vez, me agrietan la conciencia y me hacen sentir lo inútil de un viaje que casi siempre conduce al desconsuelo. Siempre intento cazar el tiempo y disecarlo, aun sabiendo de entrada que mi empeño es infructuoso. Hoy mismo, después de salir de trabajar, al llegar con el coche a la puerta de mi casa sentí en mi interior un trallazo melancólico. Había cerca de mí, a ocho o diez metros de mi hogar, cartuchos vacíos y cáscaras de altramuces tapizando la calle desordenadamente. Altramuces y cartuchos simbolizando el frío que se iba espesando en los estertores de la fiesta: humildes señales del convite fraternal que habían celebrado los hermanos de Santa Lucía unos minutos antes de mi llegada. Me dolió en lo más hondo haber llegado tarde y no haber podido estar con mis amigos celebrando el día como otros años lo había hecho, mojando la luz con vino de pitarra.
Mi primera reacción fue de desaliento y pasé a mi casa algo apesadumbrado. A lo lejos aún vibraba el rumor de los tambores y el olor de la pólvora umbría restallaba bajo el latigazo insomne de los tiros y el aliento azufrado de los cohetes deshaciéndose en un cielo anillado por tirabuzones blancos. La fiesta de Santa Lucía seguía adelante. Por un momento, pensé salir de casa y buscar el rastro de la comitiva que estaría celebrando, a esa hora, otro convite en cualquier otro punto de la localidad honrando la imagen sagrada de la Santa. Sin embargo, al final decidí quedarme aquí, reconstruyendo en silencio los instantes que la noche de antes había vivido en hermandad y feliz camaradería con los vecinos. Fue una velada nocturna muy atractiva, en la que se fundieron sabores y sentimientos. Así pude sentir la romántica textura de las aulagas crujiendo bajo el fuego y el olor sin igual del candelorio crepitando, lanzando pavesas de luz hacia las estrellas adormecidas sobre los tejados. Y bebí con Daniel, con Lolo, con Pedro, con Cándido, con Luis, y con otros más en honor a Jacinto (hermano mayor de Santa Lucía) brindando por una fiesta fraternal que a todos nos une y nos hace más cercanos, olvidando distancias geográficas e ideológicas. Sentí la hospitalidad de la alcaldesa, Marisa Medina, junto al afecto tierno de su madre, Carmela, una mujer extraordinaria de una sencillez cálida, exquisita. Recordé a Jacinto Medina, un buen vecino (padre de Marisa y marido de Carmela) y, en silencio, brindé y recé por su memoria, notando el silbido del tiempo en mi interior, trasladándome con el pensamiento años atrás, al día en que yo convidé y él me ayudó, junto a otros vecinos, a vivir fraternalmente, en alegre hermandad, otro 13 de diciembre del año 1993. La gratitud hacia aquellos que no están pero dejaron su hueco en nuestras almas es también otro cauce de la melancolía que arrastra consigo una alegría inocente. Por eso ayer, sin remedio, fui feliz, y por eso quizá también no he salido hoy a buscar los restos de una celebración que anoche, en los prolegómenos de la fiesta, viví con una lumínica intensidad en la casa de unos vecinos afectuosos que hicieron que me sintiera como antes, cuando, al celebrarse la fiesta de Santa Lucía, no existían fronteras, ni lindes, ni paredes entre los corazones y las miradas, amables y sencillas, de los villaduqueños; feliz como entonces, cuando el respeto y el amor, con la cordialidad, aún no habían envejecido y en la vecindad reinaba un buen ambiente.

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