martes, 4 de septiembre de 2012

Comandante Ríos



La fatiga del viento, el miedo de los montes y el dolor de los chopos doblados por el aire me acercaron anoche el hueco de tu muerte.
Nada será lo mismo con tu ausencia cubriendo los círculos de esta desolación que ha penetrado en mi pecho por sorpresa,  como el latigazo blanco de la lluvia que restallaba en la paz de los caminos desoladores y abruptos de la sierra, aquellos que me conducían  hacia tu imagen de hombre valiente, honesto y solidario, curtido por la nobleza de la lucha que sostuviste contra la dictadura sin desfallecer nunca.

Maestro de las sombras que iluminabas mi alma con la herida que en tu hombro clavaron los perros de la  patria. Un murmullo de otoño conduce tu sueño entre las zarzas y los amargos recodos de la historia  de este viejo país que abandona en las cunetas de ceniza y silencio la verdad de los vencidos.

Algunos mastines negros ladrarán en pos de tu muerte. Son los mismos que cerraron tu juventud luminosa en una jaula cuando todo era oscuro. No perdonan los cainitas.
Intentaron tapiar un día tu corazón; pero tu amor creció en el pueblo llano y en las calles de tu valentía se durmieron más de una noche todas las estrellas para acunar la pobreza de los niños que, al igual que tú, huyeron de sus casas para encontrar el germen del amor y la libertad verdadera.

Siempre fuiste aquel muchacho olvidado en la espesura, rodeado de balas, que nunca envejeció y guardaba la luz de su pueblo en un bolsillo.
En el aire del Viso aún siguen volando los vilanos de tu blanca memoria como lentas golondrinas buscando la claridad de aquellos cielos que tu voz pintaba de rojo en el crepúsculo.

Al mirar la sierra este mediodía siniestro veo temblar las lágrimas tiernas de los árboles evocando el dolor, la luz de tus pisadas que aún nadie ha borrado.  Capitán feliz del  agua que cruzabas con el corazón la voz del río y sostenías el hambre entre tus ojos como si fuera un pez resbaladizo que nunca se iba antes del anochecer, cuando el viento acercaba el trajín de los tricornios y los cerros tendían sus barbas de penumbra para cubrir tus pasos sabios, ágiles, guiados por la rebeldía de la luna.

A esta hora no sirven los huecos epitafios ni tal vez las palabras desgastadas por la bruma que levita y fermenta en la voz de esos políticos que han dado la espalda al pueblo y regurgitan su soberbia insomne en el rostro del humilde. Tú nunca fuiste político: jamás te interesó vestirte de poder, ni te cegó la quincalla del dinero. Tú aspirabas sólo a ser libre y a volar sobre un mundo más justo, fraterno e igualitario, donde  no existieran los pobres ni los ricos.

Y hoy que no estás, subo hasta tu muerte y me hago ortiga en la tierra,  lloro en ti, sobre el ángulo roto, agridulce de tu ausencia. Descansa en paz, comandante José Murillo, y que la luz que dejaste aquí en la tierra nos ampare a todos y nos bañe tu memoria, mientras tu alma cruza cargada al fin de estrellas, despojada de sombras, el río del infinito.

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