miércoles, 26 de septiembre de 2012

Un sencillo postigo



Es solo un hueco horadado en la penumbra de una casa pequeña donde ya no vive nadie, una grieta olvidada en el vértigo del tiempo que corrió sobre ella como un galgo diamantino: aún se observan sus huellas en la puerta ya aherrojada por los manotazos sin tregua de la lluvia y la poderosa carcoma del silencio que barrena el entorno con su berbiquí de olívano. Hoy, es un trozo ya enfermo de madera, enmarcado y lamido por una belleza pudorosa. Pero, a veces, cae el cielo despacio en su estructura y, al tocarlo la luz delicada de septiembre, el postigo se rejuvenece de algún modo y su hueco despide una lánguida alegría que acicala y maquilla la tristeza que lo cubre.

No sé como aún se sostiene y no se ha hundido en el abandono dulce que  lo ampara: todos los que habitaban el edificio que queda tras él se fueron ya hace años. A mí me produce un brutal desasosiego la soledad que rodea su existencia. Siempre me han dado pena esos objetos cercados por un olvido insoportable. Amo las cosas pequeñas y olvidadas en las que nadie se fija ni repara porque rozan la orilla de una inutilidad en la que basan su modo de existir. Casi toda la gente prefiere el arte desbordado de las catedrales y los templos suntuosos, los grandes palacios, las casas espaciosas y elegantes,  al recogimiento de las ermitas franciscanas.

A mí, sin embargo, me agrada lo minúsculo, la honda pobreza de las casitas abandonadas en las que gravita una santidad indómita, una especie de recogimiento transparente que suele adentrarse en aquellos que las miran de un modo muy tierno, con el corazón en vilo. Por eso la sobriedad de este postigo, tan pequeño y sencillo,  tan frágil, me conmueve. Suelo cruzar a su lado con frecuencia, casi siempre fingiendo que miro hacia otra parte. Pero él se da cuenta enseguida y me sonríe con su ojo entreabierto, bañado de ternura, como si esperase de mí cualquier caricia que le ayude a olvidar el desamparo en que se encuentra. Sin embargo,  no puedo: aparento indiferencia, y paso de largo, sin mirarlo cara a cara.

De algún modo, temo que mi ánimo oscurezca si me acerco a él demasiado. Tras la puerta, detrás de su hueco, hay encerradas muchas voces que hoy nadie recuerda pero en mí siguen latiendo con una serenidad que me confunde a la vez que me duele y me angustia enormemente.  El postigo está herido por un bosque de murmullos. Hay en su textura una costra de dolor, una especie de cáscara suave y agridulce donde se amontonan los pasos de los niños que acudieron conmigo antaño a aquella boda en la que la luz era un templo de vainilla que, a la vez, amparaba y amplificaba la pobreza librándola de su costra de infortunio. No hay nada más lindo que la boda de dos pobres rodeados por el resplandor de su familia en el dibujo exultante del verano.

 Recuerdo los novios protegidos por un manto de posguerra mezclada con felicidad de esparto. Yo veía en sus miradas burbujas de sifón, un sutil borboteo de agua con gotas de azahar que endulzaban los pasos de los acompañantes, el celeste jaleo de la pequeña comitiva teñida por el olor de los manzanos florecidos a sólo unos metros de la calle donde la humildad estallaba y se hacía vida.

Aquel día los niños fuimos todos recogiendo las sombras que iban creciendo en el camino de la iglesia al lugar donde se celebraría el convite. Éramos poco más altos que el silencio dibujado en las sillas pequeñas de la casa. Las campanas sonaban a nuestras espaldas cantarinas, como aves de bronce en el aire azul cobalto. Todo estaba trenzado por un resplandor de mimbre. El postigo, antes de llegar, nos guiñó su ojo de claridad virginal y nos sonrió. Podéis entrar, nos dijo amablemente, en un tono de campechanía insobornable. Sin embargo, pasaron en primer lugar los novios; e inmediatamente, detrás, la comitiva. Recuerdo los labios en flor de los amantes libando su amor en un cuenco de madera sobre el que levitaba un vuelo de palomas, la claridad de un cielo casi líquido.

Los niños llevábamos al viento en los bolsillos, ataviados con la vestimenta de esos días en que el verano  jugaba al escondite con las golondrinas en el sueño de las cuadras. Y olíamos muy bien, a canela y a vainilla, a uva de corral, a centeno y pan de higo.¿Por qué olía la ropa de entonces a comestible? No tengo respuesta aún; pero es verdad, yo lo comprobé aquel día, tras la boda, cuando a casa volví con el temblor de los manzanos y los ciruelos del huerto en mi camisa.

La estancia, amable y pequeña, recogida, donde tuvo lugar el convite de la boda, quedaba, y aún queda, ubicada en las afueras, rodeada de cercas y huertos familiares en los que permanece el enigma de aquel cielo: el azul desvaído, difuso y esmaltado, del final de verano que aún encuentro en el postigo que me guiña y sonríe cuando paso cerca de él, invitándome a que recuerde aquella fiesta a la que acudí con el viento en los bolsillos y una tenue inocencia bordada en el tergal de mi camisa infantil donde cabían todas las frutas y las sombras de un verano en el que los novios aún seguían siendo jóvenes y los muertos más dulces aún no habían envejecido.