martes, 18 de septiembre de 2012

Retrato de un camino



La soledad tiene múltiples esquinas y, al mismo tiempo, muchísimas variantes: es como el camino que piso diariamente y nunca, en ningún momento, se repite aunque, a primera vista,  lo parezca. En él cabe un caleidoscopio hecho de olivos y de nubes muy rojas que huyen despacio a deshacerse entre una maraña de peñas que sonríen cuando, a lo lejos, el cielo se desploma como un segador alcanzado por un rayo.

El camino varía a cada instante y se transforma ante el vuelo de un pájaro, el movimiento de una nube o un pastor que regresa al pueblo a última hora dibujado en la línea de una bicicleta ocre. En ninguna ocasión, como he dicho, se repite. Puedo escribir muchas veces sobre él, y nombrar sus virtudes, la gratísima distancia que hay entre mi casa y el bosque en que termina la vespertina paz de su trayecto, pero nunca, jamás, será el mismo camino el que se extienda delante de mis ojos o pronuncien mis labios sorprendidos por la noche.

A mí me impresiona por su singularidad y por la variedad de sonidos y de colores que encierra la luz vespertina que lo abraza. Es un camino pequeño, pero ágil, libre de sombras y alas que susurran en la maraña gris de las adelfas. Me adentro en él por la tarde y su trayecto, aunque, a primera vista, es siempre el mismo, a cada momento va sorprendiéndome y me habla a través de los muchos silencios que lo habitan y tejen su cuerpo profundo, estilizado.

En una línea de tierra se abre el mundo. Y es hermoso tener un camino irrepetible, saber que en su arena cabe todo el universo. Cuando lo cruzo hay un sol llorando en mí: la soledad es la carne de mi tránsito, acompaña mis huellas, las dirige entre paredes y olivos pintados por los dedos de un otoño que, antes de llegar a instalarse en sus dominios, ya está dibujando en los huertos una tristeza que huele a membrillo y arcilla estercolada.

Pero el camino soporta esa tristeza y, a veces, sonríe y se apoya en mi costado facilitando mi lento caminar. Mis pasos, a medida que avanzo sobre él, se llenan de dudas de alondra y de estorninos que buscan cansados un lugar para dormir. Otras veces, detengo mis pies ante el olor de una llamarada intensa de poleo que surge brutal a la orilla de un arroyo. Y, en esos segundos, mi vida se detiene y, luego, corre hacia atrás llena de vértigo. Si cierro los ojos, el olor dice mi nombre con la voz de un niño escondido entre las fresas de un huerto pequeño que hay al alcance de mi mano.

Piso guijarros, raíces, briznas tímidas de un campo amarillo, pobre y cuarteado mientras regreso a casa en soledad y el camino me guía en la frontera de la noche en completo silencio, ofreciéndome el fulgor delicado y efímero que aún flota en sus paredes. Jamás me traiciona. Es un sendero marginal, uno de esos caminos por los que el viento pasa a veces pidiéndole al cielo perdón, como un mendigo transparente y fugaz que ha perdido su sombrero y ha dejado su alma olvidada en un tejado. Como otras veces, esta tarde lo crucé, pero mi espíritu aún sigue en movimiento y, dejándome solo, sale a pasear. Ahora mismo, lo veo avanzar fuera de mí, atravesando y sorteando los recodos de una línea de arena profunda, inabarcable.



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