sábado, 8 de septiembre de 2012

Lisboa


No fue aquel un viaje turístico común, sino otro más bien espiritual e intenso. No iba, en principio, a Lisboa, sino a Fátima.  Por eso se desplazó mi corazón y el resto de mí se quedó olvidado en casa, como un gato tumbado en la humedad de una cocina, ronroneando junto a los fregaderos. Cuando arrancó el autocar se despertó la otra parte de mí, pero ya no hubo remedio. A Lisboa viajó sólo el niño que quedaba oculto en las galerías de mi sangre. Así, de ese modo, al final hice el viaje, con los pantalones sin luz de mi niñez, envuelto en una camisa de inocencia.

No sé por qué escribo hoy de Portugal y de aquel viaje lejano y misterioso; puede ser que lo haga porque anoche releí -como todos los días- a Antonio Lobo Antunes, el mejor escritor portugués de todos los tiempos.  Siempre que me hundo en su prosa hago un viaje hacia el corazón de una tierra adormecida, oculta como un campánula en un sueño hecho de casas ahogadas por el barro.

Por eso quizá he revivido aquel viaje. Me gustó aquella tierra pobre, herida, humilde, hecha de remiendos y adobes, de poesía. Muchos de los que aquel día me acompañaron ya no están en el mundo, aunque su alma sigue atada -recuerdo a Simón- a los cielos portugueses, disuelta en las manchas gráciles, levísimas, de las viejas gaviotas flotando sobre el Tajo como niñas que  han hecho novillos en el colegio y temen la reprimenda de su madre al volver a casa con manchas en el vestido. Por eso la luz aquel día estaba arriba, sonriendo entre nubes, y no bajaba al suelo.

La ciudad tendida al final de un puente blanco era un jazmín desmayado entre las líneas de una mano gigante. La impresión de aquella estampa enigmática y tierna aún no me ha abandonado. Recuerdo que Portugal aún no era Europa y España era sólo una monja puesta al sol que rezaba todas las fiestas de guardar y se creía mejor que su vecina.  La verdad es que no sé si aún sigue rezando para que alguien baje del cielo y la rescate. Hoy las dos vecinas viven en la indigencia.

No me importa ya Europa, quizá antes me importaba; pero ahora ya no, hoy quiero volver a aquel viaje y tenderme, de nuevo, en las voces de vainilla que me acompañaron un limpio amanecer con miles de lirios abriéndose a lo lejos. En la ausencia hay también gotas de dulzura, y Lisboa, al llegar a ella y penetrarla, me pareció una novia triste, ausente, esperando la mano de un novio que no acude. El puente Vasco de Gama quedó atrás y, agarrado a las voces de mis acompañantes -el cielo aún seguía hervido de gaviotas-, respiré el halo histórico y sepulcral, impregnado de musgo, de algunos monumentos: el dedicado a los Descubridores, la hierática y firme Torre de Belem, la Catedral, el foso del Castillo... Pero lo que buscaba no se hallaba en esos sitios, o al menos no lo veía y ascendí, subido en el aire de un funicular, a la vieja ciudad que se alzaba como un sueño entre edificios decrépitos y románticos. Bares, casinos, bancos decimonónicos conformando un alma de piedra con su engrudo de humanidad arcillosa, casi gris.

Me cansé de buscar a Pessoa -¿dónde estaba?-, su eterno olor de casino trasnochado aferrado a los versos de sus heterónimos debía hallarse sentado a las puertas de algún bar; sin embargo, al final no encontré a Álvaro de Campos, ni a Alberto Caeiro, sólo vi la lentitud de los viejos edificios, cargados de nostalgia, subiendo a mi lado por la ciudad vencida y rota, sumida en la oscuridad de sus leyendas, hasta que llegué a un oasis de verdor: una especie de parque temático, un retiro apretado de árboles, una especie de jardín deciochesco y amable en el que entré sintiendo el beso, el abrazo gozoso de las plantas y los arbustos que me iban sumiendo en su selvática humedad, dentro de un silencio verde y cristalino.

Y ahí, momentos después, hallé el sentido de la eterna Lisboa que descansa en lo sagrado, en el aura mágica y densa de sus príncipes, de sus reyes de piedra, de sus viejos monumentos. Esa imagen la vi enclaustrada en un faisán, un enorme faisán real que aleteaba, semilibre y feliz, entre los setos y los arbustos dibujando un pequeño arcoiris en la espesura delimitada por suaves torreones.

Seguí su grácil silueta con mis ojos durante unos minutos; luego, caminé por aquellos pulmones limpios de Lisboa, y, al bajar de nuevo hacia el Tajo, dentro al fin de un funicular amarillo soñoliento, vi a Pessoa volar como un gorrión por los tejados: su bufanda rasgada en un cielo alto y limpio saludando y diciendo adiós a los viandantes. Cuando regresé a casa, la tarde cojeaba alejándose llena de andrajos hacia el poniente. Me quedé con su resplandor lleno de niños y de pardas siluetas entre estatuas de oro y bronce. Ahora, al leer de nuevo, a Lobo Antunes, este mediodía pegajoso de septiembre, aquel lento viaje recorre mi interior y me trae la voz, ya enterrada, de Simón y las de otros viajeros que aquel día me acompañaron sobrevolando el puente del río Tajo como gaviotas tristes, doloridas, soportando en su vuelo el cadáver silencioso de una vieja ciudad dormida en la poesía, en la tristeza solemne de sus torres y en sus calles que suben, mordidas por tranvías, en un resplandor de piedra hacia el oeste.

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