Ha pasado el día y seguimos siendo pobres. Ni siquiera nos ha tocado la pedrea. Eso diría mi padre si viviese; y añadiría también, por otro lado, con idea de justificarse, que estamos bien, tenemos salud y el trabajo no nos falta. Era esa su cantinela monocorde, cuando la lotería le fallaba y ni siquiera lograba un reintegro mísero con el que poder enjugar su desconsuelo. Lo recuerdo soñando siempre con ser rico o esperando, al menos, un beso leve del azar para alcanzar una vida algo más cómoda, más desahogada, obviamente, y más espléndida que la que llevaba, o llevábamos, entonces. Aunque ésta, en verdad, tampoco era negativa. De todas maneras, él a veces se quejaba. Mi padre aspiraba a ser un pequeño millonario, pero al final sus sueños de arenisca eran desintegrados por el aire y esparcidos sobre una oscuridad sin mácula, cuando se imponía la cruda realidad envuelta en su chal de olvidos y decepciones.
Aunque no lo asumía, era un jugador sin éxito. No obstante, él nunca, jamás, se amilanaba. Yo admiraba a mi padre por su feliz perseverancia y su inquebrantable fe en la lotería; pero aún más lo admiraba por su manera de elevarse, como un alcotán cegado por la luz, cuando no tenía en su poder ni un sólo número en el que recayese siquiera una pedrea y, aun así, sonreía y se mofaba de su suerte. Ahí sacaba él a flote su resignación fatídica vestida de un optimismo cachazudo. Le fallaba la lotería año tras año, pero siempre decía que aún le quedaba la salud y que tenía trabajo: eso era todo. Ese es el consuelo de los olvidados por la suerte, que son todos aquellos que aspiran a ser ricos y, un año tras otro, acaban fracasando, despeñando su breve alegría en el intento.
A mí jamás me agradó la lotería, ni me interesó nunca ningún juego de azar. Quizá alguna vez, de puro compromiso, adquirí un cupón de la ONCE y, con el tiempo, después de unos meses, lo encontré hecho una piltrafa, arrugado en algún bolsillo de una chaqueta, absolutamente inútil, desvalido como un gorrioncillo caído de un alero. Reconozco que soy un desastre y que, en el fondo, me importa un carajo que me toque o no la suerte con su varita de oro y esmeraldas. La felicidad, para mí, no es la riqueza que arrastra el dinero. La felicidad es otra cosa, y, a mi modo de ver, no se cimenta en la materia, sino en lo inmaterial, y en lo inasible, en lo que es emoción, alegría, fe, inocencia. Por eso, igual que otros días, esta tarde he ido a buscar la felicidad donde otra gente no la suele buscar, detrás del horizonte, donde no llega nadie andando, pero, en cambio, puede llegar, en silencio, el corazón y alcanzar esos gramos de luz, de claridad, que, en el zumo del cielo, son líneas anaranjadas, nubes de salmón, la lotería del sol dejando, a lo lejos, un reintegro de oro y fresas. Ahí, en esa hora, hallo mi premio inmaterial, la felicidad impagable de sentirme más feliz que nunca, alegre, puro y vivo, como un niño pequeño perdido entre los hombres.
3 comentarios:
Hermoso texto, querido amigo.
Que pases una feliz Navidad.
Un abrazo grande,
Gracias, amigo Andrés, por tus palabras siempre generosas y afectivas. Es un verdadero lujo tenerte como amigo y sentirte cerca, pues, además de tu altísima talla literaria, tu calidad humana es extraordinaria. Por eso me alegra tanto, y te lo agradezco profundamente, tu entrada en mi blog. Te deseo unas felices fiestas de Navidad y todo lo mejor para el próximo año, 2012, en el que sale tu nueva novela, en un gran grupo editorial, Mondadori. Sabes que me alegran muchísimo tus éxitos, que los siento como míos, y estoy seguro de que tu nuevo libro, después de tu Premio Ateneo de Novela, con el excelente "El violinista de Mauthausem", la nueva novela obtendrá un gran éxito internacional. Lo dicho: felices fiestas. Recibe un cálido abrazo de tu buen amigo, Alejandro.
El placer, y el honor, querido Alejandro, es tener amigos como tú.
Un abrazo grande.
PD: estoy programando el DVD, pero no se Canal 2 Andalucía hoy en mi casa. Espero arreglarlo para poder ver El libro de las aguas
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