Lo peor que puede ocurrirle a un escritor es convertirse en un personaje público. A mi modo de ver, ahí termina su carrera, pues, aunque no quiera, pierde una parte de su ser y su intimidad queda rota, cercenada por la guillotina de los flashes y los aplausos. Es lo que le ha ocurrido a Vargas Llosa: su fama le ha ido alejando de sí mismo, hasta convertirlo en una marca literaria que no tiene nada que ver con la calidad, o la no calidad, de lo que ha escrito hasta el momento. La fama, cuando es buscada, no perdona y cae sobre el escritor que la anhelaba con la audaz persistencia de una sombra terca y dulce que, al final, termina borrando su identidad, la originalidad que antes se le suponía. El escritor debe ser no sólo esquivo, sino independiente, rebelde e incluso apátrida. Un poeta o un novelista debe ser sólo un náufrago herido en una isla de silencios, un ser expulsado de una realidad vulgar que debe buscar su alimento, la palabra, dentro de una soledad llena de incognitas. La fama es el faro que desorienta a los creadores.
Mario Vargas Llosa siempre quiso ser famoso y, aunque ya lo era, aún lo consiguió ser más una vez recibió el Nobel de Literatura. Así logró, de un modo fulminante, convertirse en carne de los telediarios y en él comenzaron, casi inmediatamente, a pesar mucho más las sombras que las luces. Finalmente su intimidad, nunca escondida, terminó cobijándose en un tarrito de cristal rebosante de una sustancia dulce y fatua que engolosinó a ciertos políticos moscones que, de entrada, comulgaban con sus ideas. Él se dejó llevar por la corriente y se pavoneó ante sus cortejadores con el aire engolado de una tórtola suicida que en la altivez de su vuelo engalanado no percibe el olor anticipado de la pólvora que la espera apostada en el silencio de un cartucho. A Mario, antes de ser Nobel, hace unos años, le lanzaron una traca de fuegos artificiales para que aceptara un cargo muy importante. En aquella ocasión, la oferta pirotécnica se la puso en bandeja un Presidente con bigote. Y hace sólo unos días, la misma propuesta telescópica, como un acróbatico ejercicio de moviola, se la ha vuelto a ofertar el amigo y sustituto del Presidente antes mencionado. Pero claro, Mario es altivo, mas no tonto, y ha vuelto a dejar a sus amigos en la estacada; como suele decirse: con las posaderas al aire. Ha vuelto a imponer, por segunda vez, su "no". Y, a mi modo de ver, ha hecho bien con rechazar el puesto ofrecido, pues así, de alguna forma, sin haberlo querido, ha logrado conectar con el escritor peruano afable y lúcido que, antes de ser famoso, incluso antes de venir a España y recalar en Barcelona, aspiraba a ser sólo un lírico ebanista, un modesto y valioso carpintero del lenguaje. La madera, no obstante, la fue abandonando en el camino y así sus palabras, mágicas y límpidas al principio, se fueron volviendo más densas y más sinuosas. De todas maneras, ahora con su nuevo "no" ha vuelto a evocar su lejana rebeldía, la que nunca debió olvidar, ni abandonar, junto a su independencia, cuando obtuvo hace dos años el muy merecido y valioso Premio Nobel.
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