miércoles, 11 de enero de 2012

Entre dos luces

No hay ningún motivo para la esperanza, ni tampoco para la alegría. Todo es gris. La tarde es un cuervo que gira en torno a mí, aletea y se posa en la levedad del viento como un huérfano degollado por el sol. Por el camino, mi espíritu es de arena. No muy lejos, a unos metros, la luz se quiere levantar sobre las sombras de una pared ya en ruinas. En la lenta caída del atardecer, al llegar al pueblo, miro alrededor, abro el silencio, limpio sus rincones, y sólo escucho palabras de ceniza: en la radio, en la tele, en la gente que me habla. Hay muchos motivos para el desaliento. Recortes, impuestos, impuestos, recortes, paro... ¿Quién puede creer que esto cambiará? La felicidad se pudre a un paso mío, es un ramo de flores pisoteadas por la luna que, hace sólo un instante, acaba de surgir. Si miro adelante, veo un futuro jorobado, con muletas de plomo. La pobreza crecerá, mientras se intente alzar la economía ahogando a los más débiles con impuestos, inmovilizando sus sueldos miserables, ofreciendo a los pobres el ricino del silencio, porque aquí ya nadie puede protestar.

No hay ningún motivo para la esperanza. Hace algunos minutos, mientras paseaba por el campo, observé en un arroyo el agua oscura de mi vida deslizándose entre los huertos abandonados, avanzando en la nada como un cuenco de cristal que el agua mecía entre juncos sin raíz. Luego, ese cuenco vacío se quebró y en mi cerebro zurearon dos palomas bajo la penumbra del anochecer. Sólo pude pensar, con mi cerebro a ciegas, en el tictac de la oscura economía, en la mierda de mundo que me ha tocado conocer, mientras las palomas salían por mis ojos convertidas en lágrimas. Llegué a pensar en eso: en que ya no hay salida. El país se ha derrumbado y lo peor es que nadie lo ha de alzar. La tristeza, sin duda alguna, ha de crecer y se ha de subir en los hombros de los pobres y en sus ojos habrá de anidar como un gran búho que se alimentará del cielo gris.

Todo eso reflexioné esta tarde fría; pero, al llegar a casa, sin embargo, eché mano a un libro "Córdoba entre dos luces", magníficamente editado por El Páramo: un manojo de fotografías extraordinarias muy bien realizadas por Antonio Jesús González y unos textos escritos por mi amigo Antonio de Egipto con una extrema y sutil sensibilidad. Nada más rozarlo, el libro me absorbió. Cerrado entre sus palabras y sus imágenes, sentí que en mi alma entraban ruiseñores mientras mi corazón, aún inocente, embelesado observaba la mezquita y los edificios de la Judería en un equilibrio armónico y feliz que dialogaba, a solas, con el sol. La Córdoba antigua y la joven se abrazaban, se mimetizaban, bailaban con la brisa en la dulce arboleda que hay en la plaza de Colón. La estación del AVE reverberaba en el crepúsculo con una ebriedad de cristales soñolientos. Fotos, palabras líricas, paisajes de una Córdoba adormecida "entre dos luces". Me dejé acariciar y mecer por la poesía, por el magnetismo mágico del libro que tenía entre mis manos y los fantasmas se alejaron. Se fueron las sombras de la oscura economía, y me olvidé de impuestos y de recortes, de Rajoys agoreros, de ministros insensibles que han degollado la flor de la Cultura. Y, por un instante, cinco o seis minutos, creí que aún era posible la esperanza, la fe en un mundo más justo y más humano, más poético incluso. Tenía la ciudad, a "Córdoba entre dos luces", ante mis ojos, desparramada, desnuda, entre mis dedos. Conseguí esconderme en una burbuja de silencio y en mi alma, un instante, estalló la fantasía y volví a creer que aún es posible la alegría y el leve milagro de la felicidad.

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