Mientras más envejezco más me gusta saborear la lentitud sagrada del silencio, ese que entra en el alma y se te queda aleteando como si quisiera en ella hacer su nido. A veces el silencio suele llegar acompañado de una soledad feliz, gratificante; sin embargo, otras viene abrazado a la mirada o al gesto de alguien con quien compartes una amistad que viene de lejos y en tu alma echó raíces que nadie podrá, aunque lo intenté, arrancar nunca.
Los mejores amigos son más profundos cuando callan, cuando con su silencio enriquecen nuestro espíritu. Los míos, que son muy pocos pero auténticos, saben callar cuando en mi interior hay árboles doblados por el vendaval de la tristeza. Ellos entienden que, a veces, sobran las palabras, que no sirve de nada el resplandor de su sonido. Al dolor, por ejemplo, suele escocerle en ocasiones esas frases pintadas de estúpida alegría. Y, al contrario, la luz de algún gesto, la mirada, la complicidad de un paseo por el campo pueden lograr que una tarde lenta y gris se convierta, de pronto, en el temblor de una mañana perfumada por la cantiga de los pájaros bailando en las ramas floridas de un saúco.
Hoy domingo, 15 de abril, aunque en el campo flotaba una angosta luz de cieno y hulla, un puñado de amigos ha visitado mi silencio, mi enclaustramiento lánguido. Y lo oscuro -el plomo del aire y el frío de la hierba- se ha evaporado enseguida, en un instante, cuando mis amigos han vertido sus palabras donde estaba enterrado el cincel de mi esperanza. Han hablado, han reído conmigo, me han mimado. Ellos, tan pocos y tan fieles, tan auténticos (Serafín, Paco, Angelita, María del Valle) han pintado en mis ojos la parábola de un sol: un puñado de luz que al irse ha dejado parpadeando una vela almendrada en una esquina de mi alma, donde ya no tiene cobijo la tristeza, ese musgo de olvido que crece en la piel de la amargura.
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