En el cementerio hay una paz sin fondo y un silencio hecho de nubes. Los cipreses como lápices lánguidos dibujan garabatos de sombra y ceniza sobre el mármol de las tumbas. La gente se arremolina frente a mí y empiezo a leer un fragmento de mi libro. A la vez, mientras toman cuerpo mis palabras en el aire cobrizo del atardecer, la música de un violín inunda el mundo, la realidad que habito en ese instante. Siento dentro de mí nacer un río, una línea de agua llena de góndolas y peces.
Presentamos mi nueva novela. Soy feliz. No lejos de mí, Joaquín y Manolo son siluetas a las que me aferro en el atardecer para sentirme más firme y más seguro. Natalie Wood parece vigilarnos: sus ojos son grandes como círculos de olívano. Sé que no venceré mi timidez. Mientras hablo, observo a la gente que me mira esperando tal vez que diga algo interesante. Pero Manolo y Joaquín, que hablaron antes, ya lo han dicho todo mucho mejor que yo. A mí ya sólo me queda concentrarme en las notas delgadas, violáceas del violín que acompaña a mi voz y cubre el temblor de mis palabras de un resplandor sagrado que me oprime.
A la par que gime el violín, por un instante, oígo a mis espaldas el gorjeo de un ruiseñor. Quienes me acompañan quizá no lo han oído. Pero yo, de soslayo, observo oculto en un rosal, tras el hermoso cartel de Natalie Wood, el dibujo de un pájaro ocre que se mueve y salta en la sombra como un equilibrista. El silencio, no obstante, parece ser el rey de esta tarde romántica en la que presento mi novela en la soledad de un cementerio urbano acompañado por un grupo de amigos bajo un frágil concierto de violines y ruiseñores. Esta tarde aquí, en Córdoba, el mundo está bien hecho. Abril se eterniza dentro de mi corazón, y la realidad es más pura y transparente mientras llega la noche y la ciudad, lejana y sola, frente a mí aparece callada, en equilibrio.
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