miércoles, 2 de mayo de 2012

Una cicatriz


         De un modo casual, ya que no la recordaba, observo asombrado en mi pulgar derecho la huella de una lejana cicatriz. Está dibujada como una levísima costura de color vainilla en una curva de la piel. Hacía más de tres décadas, casi cuarenta años, que no la veía, pero, al descubrirla ahora, he sentido una especie de rara y sutil reverberación: la intensidad del dolor que en mí produjo el pequeño accidente que la dejó grabada ahí.

Ocurrió una tarde muy gélida de octubre, cuando fui a cerrar con la mano congelada la carabina de aire comprimido que solía utilizar con frecuencia por entonces. Un chasquido metálico abrió en mi carne una honda brecha cuando introducía un balín en el cañon. Puedo tocar con los dedos del espíritu la humeda claridad de aquel espacio: un gorrioncillo temblando frente a mí, posado en la rama desnuda de una higuera y la luz cenizosa, humilde, del crepúsculo mordido por una legión de nubarrones, flotando a lo lejos, tras los huertos familiares que acordonaban la paz de la dehesa.

          La vida era entonces un resplandor de libertad, una habitación de hierba en la que hundía su estilete de sol y amor mi adolescencia. Con su mano de óxido me sostenía el silencio y la vida pasaba como una nube frente a mí. Todo eso era la vida, el vuelo trémulo de un gorrión que se aleja en el otoño y mi dedo pulgar doliendo como ahora, cuando he vuelto a encontrar la lejana cicatriz dibujada en mi piel como un frágil garabato sobre el que aún dormita mi adolescencia herida, envuelta en el frío de un pájaro que huye bajo el sol. Y ahora en esa imagen hallo la alegría, el claro dibujo de mi antigua libertad grabada en mi alma como una mínúscula costura que recuerda aquel tiempo en que era muy feliz.

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