sábado, 22 de septiembre de 2012
Lhardy
Nunca, ni una sola vez, he comido en Lhardy. En ninguna ocasión he pasado por allí ni he aspirado el aroma de ese restorant sagrado que muchos escritores y artistas de renombre citan en sus entrevistas literarias como si fuese un templo gastronómico, un lugar donde la cocina se hace hojaldre vestido de Armani, croqueta celestial. Para ser famoso en el mundo de las Letras y aparecer a diario en los periódicos, uno debe, sin duda, haber yantado en Lhardy, donde dicen se come un cocido inigualable, o, en su caso, entender de ese otro arte culinario que se inspira en la magia sublime, simbolista, que adoba los platos del gran Ferrán Adriá canonizados en las salas de su Bulli que, según las crónicas, ya ha desaparecido o su creador, al menos, ha abandonado mitificando el nombre del local.
Soy consciente, ya digo, de mi imperdonable error. Pagaré muy caro no haber estado en Lhardy. Estoy convencido de que soy un ignorante por no haber almorzado en los comedores deciochescos junto a periodistas famosos, de alto estanding, y no haber aspirado el aroma elegantísimo que a la entrada despide su amable samovar.
Soy un hombre cateto, rudo, pueblerino que sólo entiende de pájaros y de nubes.Nunca seré un escritor reconocido, uno de esos que habitan la pomada literaria y caminan descalzos por los suplementos culturales en los que sus libros, a veces soporíferos, conforman el peaje -a modo de adoquines- que sirve para ascender sin miedo alguno por la efímera rampa de la inmortalidad.
Nunca apareceré en libros de texto, ni mi nombre figurará en antologías cinceladas por académicos eruditos que miran el campo como si fuese un mar de estiércol navegado por gente inculta, sin barniz ni una mínima huella de modernidad. Según su criterio, soy un escritor agrario, un poeta dormido en un páramo de niebla que, a veces, los mirlos alimentan con su hueco de desesperanza abierta en el azul.
Siempre habitaré la cáscara de olvido que cubre la ausencia de los poetas provincianos a partir del instante en que dejan de existir. No sé utilizar los cubiertos de oro o plata. Mi cuchara es de palo y mi tenedor sujeta el temblor de los cárabos en un lento anochecer en que las retamas son sábanas de luz.
No obstante, tampoco abomino de la urbe. Me deslumbra Madrid; es verdad, lo reconozco: al adentrarme, a veces, en la Gran Vía, me siento como un petirrojo abandonado en un bosque habitado por corbatas de neón. La puerta del Sol para mí es el universo, un prado infinito donde pacen multitudes de siluetas mordidas por la desesperanza, luciérnagas desbordadas por el frío que apagan su luz en medio del dolor. Más de una vez, pisando ese lugar, he sentido en mi alma el aullido de los parias clamando justicia, igualdad, fraternidad. Pero quienes los gobiernan siguen ciegos. Dentro de Sol me he empequeñecido, mientras mi alma salía de mi cuerpo y flotaba sobre los tejados de Madrid como un pájaro herido por la desolación.
A unos pasos tan sólo de Sol -no lo sabía-, en Carrera de San Jerónimo, número ocho, dicen que se alza el restaurante Lhardy. Alguien me lo comentó hace pocos días; pero yo estoy seguro de que nunca entraré en él: me abruman esos lugares estilizados, cargados de brumas y olores literarios, donde, al final, la poesía es alcanfor y la elegancia es distancia y altivez.
No, nunca jamás entraré a Lhardy. Quizá alguna vez me acerque de puntillas y me atreva a fisgonear como un chiquillo, temblando de miedo, a través de sus cristales el bullir de la fama, las Letras de alto estanding caramelizadas en un sol de vainilla derramado sobre las mesas de hilo suave, en las que nunca se posará, lo sé, la pudorosa torpeza de mis manos para pagar, después de degustar las ricas viandas y el vino prodigioso, mi salto a la fama y hallar hueco en los altares, en las listas de éxitos, en esas revistas literarias donde tanto pululan poetas de salón y novelistas altivos e intratables, escritores con carne de papel cuché.
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2 comentarios:
Alejandro, hermano pueblerino, ya sabes que estamos en la misma sintonía... Me has emocionado, me has hecho sonreir, me he reconocido en tus palabras... Sin comentarios... ¡PLAS PLAS PLAS PLAS PLAS...!... La próxima vez que vaya a Madrid me atreveré a llevar boina calada hasta las cejas. Un abrazo
Así son las cosas, amigo José; los que somos de pueblo y estamos acostumbrados a percibir a diario los olores y aromas campestres, no solemos sentirnos a gusto pisando ciertos lugares refinados y elitistas de la gran urbe. Al final, lo verdaderamente importante es que uno sepa muy bien dónde esta su sitio. Yo, afortunadamente, siempre lo he sabido. Creo que a ti también te ocurre lo mismo. En eso nos parecemos. Abrazos.
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