Murieron hace ya muchos años. Por entonces, vivían a sólo tres casas de la mía. ¿Quién se acordará de ellos? ¿Quién tendrá en el corazón la línea de sus nombres, ahora que el silencio pesa más que entonces y ha borrado toda la luz de los caminos? Eran muy mayores, frágiles, callados, y en mí provocaban una especie de ternura emparentada con la compasión que desprendía su desvalimiento y la soledad que les acompañaba. Aún no sé por qué les tenía tanto afecto, quizá porque eran cálidos, sencillos, y vivían en silencio, sin molestar a nadie, como grillos cercados por el látigo del sol que esperan callados el regreso de la noche, ocultos en la oscuridad de su guarida.
Ellos caben ahora en la esquina de una tumba. Siempre me han atraído esas personas que pasan la vida rodeadas por un aura de recogimiento sagrado, gente humilde que mira con la sencillez de las palomas y los gorriones besados por el frío. Julián y Consola paseaban muy despacio por la calle de mis abuelos sosteniendo en mitad del otoño todo el peso de las nubes. Él portaba un sombrero de hongo en la cabeza, un reloj de cadena en su pecho y en los ojos la delicadeza sutil de un avefría. Ella vestía de un negro riguroso y cubría sus espaldas con una toca gris de musgo. Sigue dentro de mí clavada su tristeza, su melancolía trenzada de pasillos y habitaciones cargadas de penumbra. Me visitan en sueños, algunas noches, con frecuencia. En mi corazón aún permanece una despensa en la que guardo el trigo de su voz, la miel inocente y suave de sus pasos, el sutil alimento de su melancolía.
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