Siempre están ahí, al lado del camino, saludándome desde el rincón de su silencio: un silencio magnético, hondo, casi místico que penetra en mi alma y la sacude suavemente. Son piedras sencillas, olvidadas como lágrimas ante la puerta de un tiempo que no muere. Nunca formarán la pared de algún palacio. En su bello dolor, nadie apenas las percibe si no es con un punto de hosca indiferencia. Sin embargo, son muy importantes para mí, pues en cada una de ellas permanece alguna esquirla, algún fragmento sutil de mi memoria: en una de ellas se sentó un lejano amigo, bajo otra habitó hace años un gran lagarto que cazamos los niños un día de Semana Santa. Son piedras muy fieles que conocen mi interior y hasta el día de hoy no me han fallado nunca. A nadie suelo decirle que las amo, que cobijo su sombra en las colmenas de mi espíritu. A veces, penetran en mi soledad y escarban, sin miedo, en mi frágil fantasía como niños traviesos expulsados de un verano que no volverá a desnudarse en las albercas. Saben de su existencia poca gente. Sin embargo, algunos sí que las conocen. Serafín, mi amigo, dice que son sabias y me habla de ellas con un profundísimo respeto. Son piedras tendidas a la orilla de un camino por el que sólo cruzan perros tristes y pastores sin nombre que regresan de la nada. Nunca serán noticia en un periódico, ni ocuparán el rincón de algún museo al que sólo acuden intelectuales lánguidos, periodistas distantes y artistas muy soberbios. Pertenecen a un espacio que ya no habita nadie. Son humildes, pequeñas, inútiles tal vez; pero están siempre ahí, saludándome, acogiéndome en la fidelidad de su silencio.
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