sábado, 7 de enero de 2012

1987

La vida está urdida por hilos luminosos, por hebras de melancolía indescifrable que, invisiblemente, guían nuestros pasos sin que nosotros seamos conscientes de ello. A veces, azarosamente, surge algo, un punto de luz que viene de muy lejos y, al rozar el presente y posarse en nuestro yo, produce en nuestro interior una sensación paradójicamente amarga y dulce al mismo tiempo, la emoción que produce rozar lo inalcanzable en forma de imagen o sueño presentido sabiendo que éste, al final, es sólo humo. Un día, por ejemplo, llega un amigo y te regala, en un deuvedé, un trozo del ayer, un fragmento de tiempo que tú desconocías y, sin embargo, al caer entre tus manos, te devuelve intacto un pedazo de tu vida, en cuanto que dentro de sí contiene voces, rostros, siluetas y figuras familiares que formaron parte de tu íntimo universo, un universo que, en este caso, es niebla, bruma traspasada por una brisa matutina.

La vida es la suma de veloces coincidencias que, a veces, producen un cálido espejismo. A mí, más de una vez, me ha pasado esto, la conjunción de un par de coincidencias me ha concedido un regalo imprevisible. Sucedió ayer mismo; llegó un amigo e introdujo en mi ordenador un vídeo interesante filmado en 1987. El documento visual es de Pascual Blasco y, en la cinta, aparecen imágenes y estampas de una Semana Santa prodigiosa que yo, por desgracia, no pasé en el pueblo. Por eso, y por otras razones emotivas, me puse enseguida a visionar el citado vídeo guardado en el corazón de mi portátil. Coincidió todo esto con una azarosa circunstancia. Hacía sólo dos noches que yo había soñado con mi padre. Fue un sueño muy claro, extraordinariamente vívido, y recuerdo, con una asombrosa precisión, que, tras preguntarle a él si estaba muerto, me respondió, sonriendo, lo siguiente: "me verás muy pronto. Para ti yo sigo vivo. Luego, otro día, hablaremos del asunto". No es preciso decir que desperté muy emocionado a causa de la experencia de esa noche y, unos días después, al abrir el vídeo de Pascual intuí que mi padre podría aparecerse (de él no guardo grabada ninguna imagen audiovisual) escondido en algún recoveco de la cinta grabada en la parroquia de San Mateo una tarde de Jueves Santo, en los Santos Oficios.

Ante mis ojos fueron desfilando, mecidas por una música sagrada, muchísimas caras de gente que ya ha muerto. Mi corazón era el manto de un trigal a punto de ser mecido por el viento. Me encontraba expectante, mudo, sostenido por una emoción imposible de medir, cuando apareció la imagen de mi padre flotando en la hilera de rostros familiares que, en un orden perfecto, iban a comulgar. Al llegar ese instante, me quebró un golpe de luz y empecé a llorar para dentro, como, a veces, suelo hacer cuándo mis lágrimas se agolpan como piedras movidas por una claridad diáfana. Sí, ese era el regalo que los Magos, atendidos quizá por el alma de mi padre, habían acercado a mis ojos inocentes. Hacía muchos años, quizá desde que era un chavalín, cuando aún creía en los Reyes a pies juntillas, que no había tenido un regalo semejante: mi padre mirándome aún vivo, recorriendo la distancia que le separaba de un altar donde años después, cuatro exactamente, se iba a despedir de mí e iba a fundirse en la insondable quietud de lo infinito. Pero ahora está ahí, aún vivo, en una cinta que veré una y otra vez, sin descansar, para volver a encontrarme al lado suyo en aquel Jueves Santo de 1987, donde, sin estar, también estuve de algún modo, comulgando con él, fundiéndome en la luz, en esa limpia, enorme claridad que él y yo, algún día, podremos compartir, cuando mi tiempo se haya derrumbado, la eternidad quepa en una lágrima y no exista pasado, presente ni futuro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Solo a ti te pueden pasar esas cosas, porque llevas el alma cogida de la mano...