Me gusta habitar el silencio, acariciarlo para luego llenar las palabras de sentido. Es como entrar a un lugar deshabitado, libre de luz, de musgo, de sonido, y deambular de un lado para otro sintiéndote a gusto, sin ganas de salir, recreándote sólo en la paz que te circunda. Es bueno estar solo, o mejor sentirse solo, muchas veces al día, dentro de uno mismo. Hasta hace unos años me agradaba caminar, pasear con la gente por algún paisaje ameno, sentir junto a mí el hueco de una voz, el aliento de alguien, el murmullo de unos pasos compaginándose al ritmo de los míos. Ahora, en cambio, me siento mejor cuando voy solo, con los ojos desnudos, rodeado de silencio, o de soledad que suele ser casi lo mismo. Oigo día tras día tantas palabras miserables, tantas frases sin fondo, tantos nombres grises, gélidos, que ya sólo aspiro a vivir junto al silencio, gobernando los pájaros mudos de la tarde que aletean despacio buscando la penumbra, acariciando el sigilo de las sombras que me ven caminar sin preguntarme a dónde voy.
En la soledad me escondo y viajo a gusto. Aunque me gusta hablar, a veces callo. Para llenar las palabras de emoción, de dolor o alegría, de esperanza o de tristeza, hay que esconderse antes en el silencio, apagar la tele, cerrar los oídos sin temor a las estupideces que dicen los políticos (algunos, no todos) y otros saltimbanquis, ese tipo de gente que intenta siempre dirigirnos y, a cada momento, nos toman por imbéciles. Los miras a los ojos y ya lees su corazón, pues la falsedad brilla en sus pupilas. Entre sus labios se mueren las palabras antes de salir, se llenan de vacío, salen faltas de fe, de ternura y de emoción, porque su lenguaje es selvático y hermético. Las palabras no sirven, son lápidas de nieve, si después los hechos, al final, las contradicen. Eso suele ocurrirles a los parlanchines vacuos. Ellos no se fían nunca del silencio. Pero en el silencio no cabe la mentira; dentro de él sólo habitan las voces de los justos, las que nunca salieron porque cerraron su sonido antes de aletear dentro del aire. A ellas, a esas voces del reino del silencio, a esas palabras tiernas, hondas y limpias, que pronuncian aquellos a los que nadie les escucha debido a que son pequeños, pobres, humildes, quiero agarrarme ahora con mi ánimo, con la soledad que flota aquí, en mi espíritu. Prefiero habitar el reino de los frágiles, de los desheredados, de los que nada tienen, antes que llenar mis palabras de ese oro, devaluado y servil, que vive entre los labios de aquellos que engañan e intentan dominar, con su falso lenguaje, el corazón de los sencillos.
1 comentario:
Lleva tanta razón ese silencio que tu escribes, que plenamente destozó el ruido de la tarde.
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