Miro, mientras camino en soledad, las capucheras sin luz de los lagartos; hace ya mucho tiempo, antaño, tuvieron vida, pero ahora están frías, bajo el silencio de las piedras. En su oscuridad se alzan las paredes; unos muros descascarillandos, ya inservibles. Hay alambradas de óxido también. Y, al pie de una de ellas, hacia el cansancio del poniente, pasta un par de corderos. La luz se desdibuja entre los canjilones rotos de una noria. Siento dentro de mí una paz que me confunde, como si el mundo durmiera ante mis pies y en su respiración pesada, gris, cupiera el lejano horizonte y el cansancio que cubre los campos, la piel de las colinas.
Ahora cruzo a cinco o seis pasos de una adelfa, clavada entre las inmundicias de un arroyo. Cuando era pequeño me gustaba venir aquí y dejar que volara mi mente confundida por la exuberancia que me rodeaba. Mi mente era entonces transparente y virgen. Ahora, sin embargo, aquí, en este momento, voy pensando en la nueva campaña electoral e, inconscientemente, la sangre se me hiela y mi mente se hace más turbia, más pesada. De nuevo, tendré que escuchar palabras huecas pintadas con un leve barniz de purpurina, frases aparentemente deslumbrantes y, en el fondo, cargadas de azufre y de veneno.
Introduzco un petardo en mi mente: estalla el aire de mi pensamiento gélido. Agradezco el hueco de luz que viene a cubrir la oscuridad que, hace apenas un instante, en mi alma se extendía. No quiero pensar en los días que se acercan, jornadas de insultos, de inútiles diálogos, de edulcorados discursos de almidón hilados por la hipocresía. La penumbra penetrará en las conciencias y el hedor de la rivalidad flotará en las oficinas, en las fábricas, en las tabernas y los bares. Siempre el mismo discurso: unos ricos, y otros, pobres; pero, al final, todos aspiran a lo mismo (cuando están arriba todos se confunden). De nuevo, aparecerán con más crudeza esas dos Españas que no se pueden ver, aunque en esta ocasión sean elecciones regionales. Habrá un resplandor cainita en las miradas. Todo eso traerá esta campaña electoral que, hace muy poco, ha empezado. Siento náuseas. Por eso, camino y respiro, huyo de mí, intentando encontrar una imagen placentera que me ayude a abstraerme de la amarga realidad. Y, al final, lo consigo cuando veo sobre un laurel, al contraluz del cielo casi añil, la silueta de un mirlo que borda un mensaje de esperanza, quizá un pentragrama, un discurso electoral, marcando su territorio, reclamando ese trozo de espacio que aún le pertenece y quiere habitar con su trino luminoso. Me acerco unos metros a él, muy despacito, y, luego, me dejo atrapar por su gorjeo. Me aislo de todo. Por un instante soy feliz. Y, al relajarme, confío en esas notas que el mirlo desgrana, y, sin pensarlo, creo en su voz, le entrego mi voto. Él no me defraudará, de eso estoy muy seguro, porque canta por amor y su silbo feliz sólo pertenece al aire, al resplandor de la tarde que se va y hermana a los hombres mientras duermen las colinas y una brizna de sol aún descansa en las paredes.
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