Nos educan, desde muy niños, para ser fuertes y esconder las fragilidades y emociones, la sensibilidad, bajo una costra de amargura que acaba tiñendo todo lo que hacemos. Nos enseñan a desconfiar de los demás, a ser recelosos como frágiles gacelas en una sabana infestada de leones. Es frecuente oír a nuestro alrededor que la bondad es una virtud de bobos y que hay que pegar con fuerza antes que nos den. Pero nadie nos dice que es bueno llorar cuando alguien sufre o que debemos llenarnos de alegría cuando al vecino las cosas le van bien y aletean palomas detrás de su mirada.
Al desconfiar del otro, hemos logrado inventar una selva de almas agresivas, de zombies que acechan la caída del amigo para conseguir así ocupar su plaza. Nos echaron a un mundo lleno de egoísmos y en la catedral de nuestra soledad, a cada momento, cuando pensamos en lo que somos, si pegamos el oído a nuestra piel, algo nos duele y oímos campanas llenas de presagios en un horizonte que nunca se nos abre. El egoísmo alimenta nuestro entorno y, al final, nuestra sociedad se desmorona. Suele haber poca gente que en su trabajo esté gozoso, porque nos enseñaron a sobrevivir en mitad de un gran bosque lleno de zarzales. La envidia es el gasoil que mueve el mundo. Nuestro común edificio es la tristeza. Sin embargo, ya es hora de que alguien nos diga que es mejor poner luz en nuestro interior los días nublados y llorar de alegría y sentirnos felices cuando a alguien, a un vecino cualquiera, las cosas le van bien, porque, al final de todo, uno es feliz cuando mira a su alrededor y ve que el mundo es la lengua del sol borrando el cuerpo de la niebla, el olor de la luz posada en los pasos de la gente.
La felicidad huele a manzanilla, y el optimismo, sin duda, es la virtud de sentir que la vida, la nuestra, es el instante que respiramos junto a los demás posando nuestras ilusiones, nuestros sueños, en el dolor o en la sombra del que sufre. Optimismo es salir con luz de nuestra casa sabiendo que vamos a intentar cambiar el mundo. Optimismo es cambiar los cuervos del paisaje por los ruiseñores del viento, es levantar la bruma de la mañana en el invierno y cambiarla por ese azul que nos conmueve, esa luz que inaugura un lento amanecer y suena en nuestro corazón como un regalo: el de saber que, a pesar de tanta sombra, de tanto dolor, de tanta soledad como nos rodea, aún seguimos estando vivos.
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