lunes, 19 de marzo de 2012

Carta a mi padre

Tengo para ti un puñado de palabras, aunque sé que no estás presente aquí, en el mundo. Son pedazos de luz derrumbada en mi interior, pensamientos que vuelan, imágenes perdidas que, en tu ausencia, se materializan como piedras, guijarros que duelen detrás de mis pupilas y, al concentrarme en ti, se vuelven agua, esa agua que da consistencia a un arco iris.

No pasa ni un día que yo no me acuerde de tu voz o detenga mi mente en alguno de esos gestos que, cuando era niño, tú me regalabas: la saliva en el suelo cuando me enviabas a por tabaco, el color de tu risa cuando en la taberna bromeabas con alguno de tus compañeros inseparables, tu mano girando en la brisa del estío, a la orilla del agua, moviendo el carrete de la caña con la que pescabas los peces más sencillos, aquellos que, entrando al patio, se dormían bajo la sombra gigante de una higuera y yo echaba luego al pozo. Era en verano. Siempre era en verano. Tú eras parte del calor; el trozo de seda que amansaba a las avispas y guiaba en la tarde el aleteo del estornino antes de caer las estrellas en el tejado.

Tengo para ti un puñado de palabras, pero no me salen. No sé cómo decírtelas, porque tú aún eres todo, padre, para mí. Eres la paz que sostuvo mi niñez, la emoción circular que rodeaba mis domingos, cuando iba de pesca a tu lado, la paciencia de soportar mis inútiles exámenes, las asignaturas que siempre eché a perder y cubrí con el cieno de mi pereza indestructible.

Si hoy volviera atrás, intentaría ser distinto, el buen estudiante que nunca llegué a ser, el chico de pelo corto e ideas azules que no expulsarían jamás del Instituto, y no aquel vago estudiante soñador que perdía las horas siguiendo el rastro de las nubes paradas sobre el cintillo de las chicas. Los libros de entonces para mí eran campanarios a los que solía acceder de tarde en tarde, cuando tú te enfadabas y me obligabas a que lo hiciese en un tono de voz que retumbaba sobre el frío.

Si pudiera viajar en el tiempo, cambiaría mi adolescencia por otra. Te lo juro. Sería mucho más educado, más activo, menos perezoso en las mañanas del invierno. Llevaría en mis ojos siempre puesto tu verano y mis actos serían como esas carpas de agua dulce que tú controlabas con el hilo de la mente y dejabas ya mortecinas entre mis dedos para que mi corazón las reviviese y les diera de nuevo el calor que en ti habitaba. Por algo eras, padre, el mago de los peces, la elegante presencia que alegraba los pantanos y los hacía más humanos y más felices.

Hoy, que ya termina el día de San José, me he acordado de ti con más fuerza que nunca. Y te he visto en el hule que aún envuelve mi niñez, en la mesa camilla donde el almuerzo era un sonido de garbanzos rodando en una luz de porcelana. Aquel resplandor que nunca olvidaré y que ahora, aquí mismo, sostiene mis palabras, estos sonidos que tú no escucharás y llegarán, sin embargo, hasta tu muerte, una muerte que dentro de mí siempre fue vida. Porque, en el fondo, estás vivo y el silencio que sostiene ahora mismo este puñado de palabras que no te sabré decir se hace sonido cuando te recuerdo y habla y duele en mi interior, en este hermoso día de San José que ya se termina, pero no se irá del todo mientras tú, padre mío, sigas descansando en mí, alimentando estos ojos que hoy te miran cuando pasas delante, a unos pasos de mi amor, dibujando mi vida que aún modelo con la brisa que acerca hasta mí lo mejor de tu existencia, los recuerdos que me dejaste, la alegría con la que sigues cosiendo, aunque estés muerto, la arquitectura feliz de mi inocencia, un resplandor que me salva del fracaso y evita que mi ánimo se hunda en el abismo.

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