Hay una frase que me asalta de improviso y, luego, se repite hasta el hartazgo dentro de mí. Es una frase limpia, tallada por la luz que cae en mis ojos como una daga de cálido azafrán: "mi corazón vive dentro de su muerte". Las palabras se enlazan y amontonan en mi cabeza como nutrias sigilosas, aprisionadas en un charco de cieno. Aunque me asaltan versos y emociones, hoy no puedo escribir ningún poema. El dolor que me asalta arde en mis tripas y las desgarra con la lija de un diamante. Hace unas horas he leído una noticia que ha producido en mi alma un resplandor al mismo tiempo doloroso y lento. Me muevo sobre un vórtice de luz que, en un segundo, me lleva a aquella noche que, sin vivirla, aún recuerdo. Es algo extraño. Ocurrió todo hace más de siete décadas, cerca de un pueblo donde hay trozos de mi espíritu y en el que no nací a pesar de todo. Es una historia trágica, muy dura, que conozco muy bien desde hace tiempo y, sin embargo, no puedo escribirla, y, si lo hago, no entraré en detalles. Al recordarla mi alma se hace añicos, se quiebra como un búcaro de agua.
No estoy en casa, sino en Ciudad Real. Camino por un parque y las palomas, a un paso mío, dialogan con los mirlos que brotan de la sombra. En los rosales y en los arbustos hay minúsculas siluetas que picotean migajas. Brota el sol como un mendigo harapiento entre las nubes. Mi corazón vive dentro de su muerte, no en la del sol (el sol aún no se ha muerto), sino en la de ellos: nueve hombres limpios, honestos. No escribiré un poema esta mañana. El frío pule, alisa mi conciencia. Camino por Ciudad Real, voy solo y un viento ocre sopla a mis espaldas. En mi cerebro ahora mismo hay una fecha: 1939, a 3 de junio. Negra es la paz y el horizonte es miedo. La brisa trae a mis ojos nueve nombres: Manolo, Alfonso, Marcelino, Julio, Pablo, Manuel, Patricio, Bernardino e Isidoro.
Fin de la guerra en el pueblo de Chillón, pero la guerra para ellos no acabó. Nunca existió la paz para el vencido. Se los llevaron de noche y en silencio. Dejaron hijos, esposas, hermanos, padres. Hace unos días, sus recordados huesos fueron, al fin, extraídos de una fosa y se les hizo un hondísimo homenaje. Su muerte no reposa ya en el campo y, de algún modo, en el aire ha renacido la vida que una noche le robaron. Al fin descansan ya bajo una lápida. La memoria es un corazón de pan que hoy picotean los pájaros. Sus nombres, después de siete décadas, serán -donde cayeron antaño con el alba- la paz de nueve olivos que han sembrado en su memoria quienes siempre los recuerdan, aquellos que vivieron tras su muerte la ausencia de sus gestos, ese hondo hueco que nadie ocupó nunca y, sin embargo, ellos llenaron día tras día con la luz de su recuerdo y el contorno de sus rostros, de sus siluetas dormidas en los retratos.
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