domingo, 24 de junio de 2012

Saltamontes


Recuerdo que les llamábamos langostos. Aún los veo saltar, a mitad del mediodía, entre el pastizal crujiente y amarillo donde flotaba una inédita ternura. Mi corazón llega, a veces, como ahora, hasta aquel lugar dormido bajo el cielo y puede abrazar los sonidos y los colores en los que la lejanía borbotea.

Es como si todo siguiese en mi interior, a pesar de la edad, tan vivo como entonces. Era en aquellos veranos de la infancia gobernados por la calima y las libélulas (helicópteros flexibles y diminutos) que cruzaban la luz del campo incandescente para aterrizar en los juncos del arroyo y danzar un instante sobre el talle de los mismos como bailarinas exiliadas del invierno.

Todo empezaba al llegar las vacaciones, cuando el verano escondía su letargo en el cansancio feliz de las carteras y en el zumbido gris de las moscardas que dejaban su aliento fúnebre en la casa, perforando la oscuridad de la despensa, ante la  humilde presencia de los cántaros y los coscurros de pan secos, crujientes, amontonados en un cuenco de arcilla.

Era, ya digo, al inicio del verano. Me solía mandar mi padre a buscar langostos para luego prenderlos en el filo del anzuelo de la caña con la que, después,  pescaría barbos en las tranquilas aguas del río Cuzna, al que aún sigue atado un fragmento de mi espíritu, la parte más líquida, azul de mi conciencia.

Todo empezaba  al  llegar las vacaciones: saltamontes crujiendo en el dorado pastizal y niños corriendo en el aire calinoso, desafiando al calor que ardía a esa hora, un calor que encendía el resplandor de las paredes y el dulcísimo zumo que chorreaban los morales. Todo sucedió entonces..., yo era un niño, pero ayer volví a reencontrarme, de repente, con la misma luz, con la misma claridad y los mismos sonidos y olores de aquel tiempo, cuando salí a pasear y hallé de pronto el salto feliz de los saltamontes sosteniendo, junto a mi casa de campo, la memoria fidedigna y exacta de las tardes en que mi padre me enviaba a cazarlos y yo aceptaba agradecido, sin rechistar siquiera, su propuesta.

Quizá no me crean, pero debo confesar que, junto al murmullo que producían los saltamontes, como un blando susurro, la voz de mi padre volvió a mí llenándome el pecho de tanta claridad que mi infancia también saltó, crujió en la luz, como si este verano fuese el mismo de aquel tiempo, cuando junio era un niño muy pobre sin camisa que cruzaba sudando el perfil del horizonte subido en la libertad de los langostos o en el vuelo sutil que trazaban las libélulas al pie de un arroyo feliz que aún no está seco y mantiene el mismo rumor de aquellos días.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estimado Alejandro apenas he leído cinco de sus entradas no he podido por menos conmoverme, pese a la diferencia de edad (yo tengo 44), ha reflejado perfectamente el persistente recuerdo de una niñez que parece mas presente cuanto mas me alejo de ella.
Y o fui niño allá por los 70 en un entorno de barrio pobre y obrero de Córdoba pero con padres "exilados" del entorno rural como tantos otros y al igual que usted también cogía saltamontes para mi padre , pescar barbos y... quedarme unido eternamente a otro río , en mi caso el Guadalquivir.
Mi enhorabuena por su blog y a partir de ahora tiene usted un admirador-lector sincero.

Alejandro López Andrada dijo...

No sabes cuánto agradezco tu comentario a mi blog, amigo Fernando José. Es muy bonito saber que hay gente que conecta con mis escritos y con mi modo de expresar la realidad y el mundo. Yo también buscaba, como ya queda escrito, saltamontes y otras piezas, como lombricillas, para llevárselas a mi padre, pues éste era muy aficionado a la pesca deportiva y la utilizaba como cebo. Mis mejores recuerdos corresponden a aquellos días nítidos, azules y soledados de junio, en los que iba con mi padre al río Cuzna o al pantano de Puente Nuevo a pescar. Mis peces preferdidos, no sé por qué, quizá por su bravura, eran los barbos. Me emociono cada vez que evoco la imagen de mi padre echando el anzuelo a un agua resplandeciene que,a la hora del mediodía, reverberaba y dejaba en el aire una extraña luminosidad que, ahora, en la distancia de los años, identifico con la inocencia y la pureza de mi niñez. Abrazos, amigo, y gracias por entrar y visitar mi blog. Es un honor, a la vez que una alegría, para mí.