Ayer, mientras regresaba de Pedroche -atrás dejaba el calor de mis amigos Santiago, Pedro, Miguel y Francisco Moya-, cuando la noche era un cuervo aleteando en la secreta humedad de mis pupilas, tendí la mirada hacia el norte y lo vi allí, donde copulan Córdoba y Ciudad Real y el horizonte se eleva hacia las nubes como un animal melancólico y abrupto.
Era un un barco de nieve encallado sobre un cerro, un manojo de casas protegidas por el viento y el enigmático aliento de la luna. Hay pueblos que viven dentro de mi corazón a pesar de que nunca los haya yo habitado.
Encofrado en la noche como un cántaro de luz, San Benito me saludaba en la distancia con sus calles, sus huertos y la piedad de sus tejados donde mi soledad flotó otras tardes, cuando paseé por el pueblo traspasado por una paz forrada de crepúsculos y una sensación difícil de explicar, la misma que me habitó ayer por la noche, cuando mi corazón miró hacia el norte y tendí la emoción de mis ojos en el perfil de un pueblecito oculto entre los montes, en ese límite amable, familiar, donde la exuberante realidad se confunde y se funde con la clara humanidad, con el puro milagro de esa rara fantasía que, a veces, nos hace pequeños y nos desnuda.
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