Ayer tarde los vi. Me asaltaron de repente, en un silencioso recodo del camino. Habían recorrido miles de kilómetros desde lejanos países hasta llegar a este pequeño rincón tan solitario que, un año tras otro, los recibe en el otoño como a pródigos hijos que vuelven con el frío. Yo, que siempre admiré su fragilidad, en esta ocasión sentí a mi alrededor la fortaleza de su compañía. Saltaban entre los zarzales y los olivos con sus pechos marcados por un resplandor naranja como vasallos de un príncipe invisible. Era a esa hora agridulce en que la luz impregna la hierba de oro y magnetita, antes de que oscurezcan las paredes y el horizonte se duerma en los caminos. Yo avanzaba ausente, abstraído en una idea que enturbia mi ánimo desde hace algunas fechas: la desazón de no saber qué hacer cuando cerca de mí el mundo se derrumba sin que nadie, además, pueda remediarlo. Mi situación laboral, según intuyo, no tiene futuro y eso es desasosegante. La economía ha pisado a la cultura y ésta, ahora mismo, deambula torpemente como la silueta de un ciego escarabajo al que alguien robó su magistral bola de estiércol desviando su paso, el sentido de su curso. No hay ninguna razón para el optimismo. La cultura, es verdad, no tiene porvenir y quienes, otrora, hablaron tanto de ella, son los que, ahora, la han decapitado. También se derrumban la sanidad, la educación, y ya nadie se acuerda del compromiso con los débiles. Por eso ayer tarde, mientras caminaba solo, me sentía el ser más inútil de la Tierra. Dentro de mí sólo había un temblor de sombras, un susurro de hojas barridas por el viento. Y entonces, cuando la noche iba a caer como una hoz de alquitrán sobre los árboles y había un signo de luto impreso en las paredes, aparecieron ellos, mis amigos, los frágiles y elegantes petirrojos, para arrancar de mi espíritu, un instante, unos pocos segundos, la desazón y el miedo. La encinas, las piedras, los huertos, las casitas que el atardecer apenas dibujaba en un leve esbozo de melancolía fueron desapareciendo y esfumándose, pero ellos siguieron alzando en torno a mí la arquitectura de un cielo derrumbado que su trino elevaba e introducía en mi corazón para decirme que allí, en mitad del campo, rodeado por la soledad más absoluta, sin amor ni esperanza, yo no estaba solo. Intenté, como pude, atarme a la luz de su mensaje. Me dejé llevar por su gorjeo entre las sombras. Seguí avanzando hacia el pueblo a oscuras, solo, y en su fragilidad hallé mi norte, una leve alegría que inundaba mi interior.
2 comentarios:
Cierto que el "momento" económico no trae sonidos de cascabeles y que el sufrimiento y la incertidumbre inunda demasiados corazones que se encogen ante la situación que vivimos. Pero siempre hay una esperanza que nos hace presagiar un retorno al buen camino para andar por sendas suaves cubiertas por la sombra acogedora de las encinas y por el aroma de la flor de la jara. Tras la tristeza del invierno vendrá el júbilo de la primavera y los seres de sublime sensibilidad conseguirán hacer brillar nuestras almas ante tanta desolación.
Amigo Miguel, agradezco mucho tus hermosas y cálidas palabras, tan llenas de esperanza y de poesía, pero es que, cuando hablo de desasosiego, me estoy refiriendo a mi delicada situación laboral. La empresa para la que trabajo, según parece ser, no va muy holgada económicamente que digamos; esto añadido a la gravísima crisis económica que soportamos, cuando todas las instituciones públicas han recortado (y algunas suprimido) descaradamente la cultura, es normal que uno le vea las orejas al lobo y piense que su puesto laboral va a desaparecer de un momento a otro. Vivir sumido en esa zozobra laboral, en esa incertidumbre, a la edad que yo tengo, es desasosegante pues ¿quién garantiza mi puesto laboral para el año que viene, y no hablemos ya para el siguiente? En fin, amigo Miguel, esto es lo que hay: pienso que de aquí a nada de tiempo estaré en paro. Aún así agradezco tus palabras, aunque en estos momentos delicados para mí a veces ni siquiera encuentro consuelo en las dádivas de la Madre Naturaleza; por eso agradecí tanto el otro día la compañía fiel e inquebrantable de mis amigos petirrojos. Recibe un sincero abrazo de tu amigo, Alejandro.
Publicar un comentario